COPIA AUTENTICA DE LAS INFORMACIONES RECIBIDAS ANTE LOS ALCALDES CONSTITUCIONALES DE ESTA CIUDAD Y VILLAS
DEL PASAGE, RENTERIA, TOLOSA Y ZARAUZ EN VIRTUD DE DESPACHOS DEL JUEZ DE PRIMERA INSTANCIA SOBRE
La atroz conducta de las Tropas Británicas y Portuguesas en esta Ciudad el 31 de Agosto de 1813 y días succesivos.
Pablo Antonio de Arizpe (1), Juez de primera instancia de esta M. N. y M. L. Provincia de Guipúzcoa. Hago saber a los Señores alcaldes de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de San Sebastián y a qualquier Escribano de Su Magestad, que ante mí se presentó una Petición, cuyo tenor y de su provehido es el siguiente.
Petición
Señor Juez de primera instancia, Vicente de Azpiazu Yturbe (2), en nombre y virtud de Don Antonio Arruabarrena (3), Procurador Síndico del Ayuntamiento Constitucional de la Ciudad de San Sebastián, y Comisionado especial suyo, según resulta del testimonio que en debida forma presento y juro, y parezco ante V. S., como mejor proceda en derecho y digo: Que conviene a dicho Ayuntamiento recibir una información de testigos al tenor del interrogatorio siguiente:
1.° Qué conducta observaron las tropas aliadas con los vecinos de San Sebastián el día del asalto, en su noche y días succesivos.
2.° Quantas y quáles personas han sido muertas y heridas.
3.° Quándo se notó por primera vez el incendio y quién lo causó; esto es, si fueron los enemigos o los aliados los que incendiaron.
4.° A qué casas se vio dar fuego, por quiénes, en qué día, en qué modo y con qué combustibles.
5.° Si algunos de los aliados impidieron en alguna casa el apagar el fuego.
6.° Si se cometieron dentro de la Ciudad y a su salida algunas violencias y robos a los tres, quatro y ocho días y después de la rendición del castillo.
7.° Si los Franceses tiraron sobre la ciudad algunas bombas, granadas o proyectiles incendiarios desde que se retiraron al castillo.
8.° Si es cierto han sido castigados algunos yndividuos de las tropas aliadas por los excesos cometidos en la Plaza de San Sebastián.
9.° Quántas casas son las que se han libertado del incendio y en qué parage de la Ciudad.
Por tanto pido a V. S. se sirva mandar recivir la información que ofrezco con los testigos que se presentarán; y, como éstos han de ser vecinos de esta Ciudad, que se hallan dispersos en varios Pueblos inmediatos, mande también expedir los Despachos necesarios, con inserción del Ynterrogatorio, dirigidos a los Alcaldes de esta Provincia o dando comisión a qualquier Escribano de Su Magestad para que sean examinados a su tenor los testigos residentes en sus respectivas jurisdicciones, pues así procede de justicia, que pido, etc. Otro sí, digo que conviene al Ayuntamiento recoger originalmente las Ynformaciones que se recivieren y suplico a V. S. se sirva mandar que, evaquadas, se me entreguen los Despachos con las diligencias originales, pues también procede de Justicia, que pido ut supra.
Livd° Eguiluz, Antonio Arruabarrena, Vicente de Azpiazu Yturbe.
Recívase la Información que solicita esta parte, librándose, los Despachos convertidos a los Alcaldes Constitucionales de los Pueblos que designase al tiempo de la notoriedad de esta providencia; y en quanto al otrosí, como lo pide. Lo proveyó así el señor Juez de primera instancia de esta Provincia en Tolosa, a veinte y cinco de octubre de mil ochocientos y trece.
Arizpe.
Ante mí, Manuel Joaquín de Furundarena.
Por ende mando se guarde y cumpla lo preinserto. Fecho en esta villa de Tolosa, a veinte y cinco de actubre de mil ochocientos y trece.
Arizpe.
EM EM Por mandado de Su Señoría, Manuel Joaquín de Furundarena.
Guárdese y cúmplase el Despacho precedente y en su consecuencia se manda que los testigos sean comparecidos y depongan ante uno de los dos señores Alcaldes por tener que atender siempre alguno de ellos a varios puntos del servicio Nacional.
Lo mandaron así y firmaron los señores Alcaldes de esta Ciudad de San Sebastián, a veinte y nueve de octubre de mil ochocientos y trece.
Don Juan José Vicente de Michelena (4), Pedro Gregorio de Yturbe (5).
Ante mí, José Elías de Legarda (6).
Presentación de testigos
En la Ciudad de San Sebastián, a dos de Noviembre de mil ochocientos y trece, Don Antonio Arruebarrena, Procurador Sindico de la misma, para, la justificación que tiene solicitada, presentó ante el sr. Alcalde Constitucional de esta Ciudad, Don Pedro Gregorio de Yturbe, por testigos a Don José María de Estibaus, Don Pedro Ygnacio de Olañeta, Don Miguel Ygnacio de Espilla, Presbítero, Don Antonio María de Goñi y Don Rafael Miguel de Bengoechea, vecinos de la misma Ciudad, de quienes y de cada uno de ellos separadamente recivió su merced por testimonio de mí, el infraescrito Escribano Numeral, juramento en la forma que previene el derecho, y baxo de él prometieron todos decir verdad y quanto sepan en lo que fuesen preguntados; y en su consecuencia firmó el señor Alcalde, y en fe de ello yo, el Escribano Pedro Gregorio de Yturbe.
Ante mí, José Elías de Legarda.
En la Ciudad de San Sebastián, a cinco de noviembre de mil ochocientos y trece, el mismo señor Procurador Síndico presentó por testigos ante el señor Alcalde, don Pedro Gregorio de Yturbe, a don José Manuel de Baracearte, don Manuel Angel de Yrarramendi, don José Ramón de Echanique, Presbítero, don Miguel de Arregui, Martín de Echave y Juan Antonio de Zubeldia, de quienes y de cada uno de ellos recivió su merced juramento conforme a derecho baxo del qual prometieron tratar la verdad y decir quanto supiesen en lo que fueren preguntados; firmó el señor Alcalde y en fe de todo yo, el Escribano Pedro Gregorio de Yturbe.
Ante mí, José Elías de Legarda.
En San Sebastián, a diez de Noviembre de mil ochocientos y trece, por presentación del mismo Síndico, recivió el citado señor Alcalde juramento conforme a derecho de don Pedro José de Belderrain, don Juan. Angel de Errasquin, don Fernando Antenio de Yrigoyen, don Gabriel de Serres, don Domingo de Echave, don José Vicente de Soto, don Juan José Garnier Remón y don Juan Bautista de Azpilcueta, vecinos de esta ciudad, quienes en su virtud ofrecieron decir la verdad y quanto supiesen en lo que fueren preguntados; firmó su merced y en fe de todo yo, el Escribano, Pedro Gregorio de Yturbe.
Ante mi, José Elías de Legarda.
En San Sebastián, a trece de Noviembre de mil ochocientos y trece, de presentación del mismo Síndico, recivió dicho señor Alcalde juramento de don José Francisco de Echanique, José Ygnacio Aguirresarobe, José Antonio Zornoza, José Antonio Aguirrebarrena, Domingo Aguirre, José Domingo Chipito, don Miguel Borne, Martín San Martín, don Joaquín María de Jauregui y don José María de Ezeiza, vecinos de esta Ciudad, quienes en su virtud prometieron decir la verdad y quanto supiesen en lo que se les preguntase; firmó su merced y en fe de todo yo, el Escribano, Pedro Gregorio da Yturbe.
Ante mí, José Elías de Legarda.
En San Sebastián, a quince de Noviembre de mil ochocientos y trece, de presentación del mismo Síndico, recivió dicho señor Alcalde juramento en forma de derecho de don Juan Antonio de Zabala, don José Ygnacio de Sagasti, el Dr. don León Luis de Gainza, Presbítero, don Bartolomé de Olozaga, Fermín de Artola, don Tomás de Brevilla, el doctor don Domingo Hilario de Ybaceta, don José Antonio de Eleicegui y Nicolás de Sarasti, vecinos de esta Ciudad, quienes, habiendo jurado separadamente, ofrecieron decir la verdad y quanto supiesen en lo que se les preguntase; firmó el señor Alcalde y en fe de todo yo, el Escribano, Pedro Gregorio de Yturbe.
Ante mí, José Elías de Legarda.
En San Sebastián, a diez y ocho de Noviembre de mil ochocientos y trece, de presentación del mismo Síndico recivió el dicho señor Alcalde juramento en forma de derecho de Vicente ybarguren, don Santiago Zatarain, Vicente Lecuona, don José Vicente Echegaray, José Ygnacio Ausan, José Joaquín de Zupiría, don Estevan Recalde, don Manuel Biquendi, Joaquín Arritegui y don José María Bigas, Presbítero, vecinos de esta Ciudad, quienes, habiendo jurado separadamente, ofrecieron decir la verdad y quanto supiesen en lo que se les preguntase; firmó el señor Alcalde y en fe de todo yo, el Escribano, Pedro Gregorio de Yturbe.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(1) Pablo Antonio de Arizpe era natural de Bergara, se graduó en la Universidad de Oñate como abogado.
Era hijo de D. José Juaquín de Larrañaga Arizpe y de Francisca Antonia de Ybarra. Como mayor de seis hermanos, heredó gracias al testamento firmado por su padre en 1793 la casa solar del segundo apellido de su progenitor, “la casa está cargada de deudas y pide a sus hijos Juan Antonio y Pedro Antonio que residen en América que continúen en socorrerle para que se satisfagan sus deudas (GPAH, 1-660-40).
Participó en la Guerra de la Convención como Capitán de la Cia. de voluntarios de Vergara, y en 1795 fue nombrado Teniente Alcalde de esta localidad.
La institución de los juzgados de partido o de primera instancia, determinada por uno de los artículos de la constitución política de la monarquía de 1812, empezó a plantificarse en Guipúzcoa después de la expulsión de los franceses del territorio español. Se halla, en efecto, que D. Francisco Javier Castaños, General en jefe del 4º ejército, en uso de las facultades de que estaba revestido por el gobierno supremo, nombró en 4 de Agosto de 1813 por Juez de primera instancia interino de toda la provincia, con residencia en la villa de Tolosa, a D. José Joaquín de Garmendia. Consta así bien que por causa de una indisposición de este letrado, el nuevo juzgado fue instalado y desempeñado por el alcalde de la misma villa hasta el mes de Septiembre siguiente, en que la regencia del reino nombró en lugar de aquél a D; Pablo Antonio Arizpe, con residencia también en Tolosa. Resulta del propio modo que por traslación de Arizpe a otra parte en 1814 (…)
(GOROSABEL, P. “Noticia de las cosas Memorables de Guipúzcoa”. Libro IX. Del ramo legislativo y judicial. Cap. III. De la justicia en la vía ordinaria. Secc. IV De los juzgados del partido. Pág-293)
(2) Vicente de Azpiazu Yturbe, ejercerá como abogado defensor de algunas causas contra los liberales, como la del donostiarra Benito Aristizabal en 1824, por haber pertenecido a la Milicia Nacional Voluntaria desde 1821. (Boletín de Estudios Históricos sobre San Sebastián. El Precio de la Libertad. Apuntes para una descripción de la Primera Guerra Civil Española de la Edad Contemporánea. San Sebastián y sus liberales en 1823. Carlos Rilova Jericó. Donostia-San Sebastián 2015.
(3) Juan Antonio de Arruebarrena era hijo del matrimonio entre Juan Ygnacio Arruebarrena Jauregui y María Clara Arregui Odriozola, casados en 1768. Tuvieron dos hijos fruto de este enlace, siendo Juan Antonio el primogénito que fue bautizado en la parroquia San Martín de Astigarreta el 10 de Noviembre de 1771.
Murugarren menciona la posibilidad de que se ejerciese como Maestro Chocolatero, profesión muy reconocida en la ciudad que proporcionaba grandes beneficios. Era propietario de una casa pegante a la Plaza Vieja de San Sebastián (Luis Murugarren. 1813 San Sebastián incendiada. Británicos y Portugueses. Grupo del Doctor Camino. Donostia-San Sebastián 1993), aunque en el plano levantado por Ugartemendia con los nombres de los propietarios de los solares, su apellido no aparece reflejado.
Tras el asedio y saqueo de la ciudad, le robaron 8 onzas de oro los soldados aliados junto al Convento de las Dominicas del Antiguo.
Tras este desastre, fue nombrado Procurador Síndico del Ayuntamiento de San Sebastián, cargo con el que aparece en este documento. En 1828 será nombrado Regidor de la ciudad. Tuvo casa en el barrio extramuros de Santa Catalina, pegante a la de Francisco Champion.
(4) Juan José Vicente de Michelena. Diputado general de Gipúzcoa, adjunto de tanda en San Sebastián, desde las Juntas de Elgoibar de julio de 1773. Fue reelegido en las Juntas de Segura de julio de 1778, en las de Zarautz de julio de 1780 y en las de Azkoitia de julio de 1782.
El 2 de mayo de 1778 presentó un escrito a la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País oponiéndose al establecimiento de libre comercio con América de San Sebastián al amparo del decreto de 1778 conceptuándolo como contrafuero.
Era alcalde de San Sebastián cuando la ciudad capituló ante las tropas francesas del General Moncey el 4 de Agosto de 1794.
Debido a esta rendición, fue condenado en 1795 por el Consejo Militar de Pamplona a 6 años de extrañamiento a un mínimo de 20 leguas de Donostia, de la Corte y de los sitios reales, así como a la privación perpetua de empleo o cargo municipal. Estuvo cumpliendo pena de prisión hasta que se redujo su condena y repuesto su honor tras una sentencia del Consejo Supremo de Guerra en 1799.
(5) Pedro Gregorio Yturbe Atorrasagasti, donostiarra, fue bautizado en la parroquia de San Vicente Martir de San Sebastián el 17 de Noviembre de 1759, fruto del matrimonio entre Christoval Yturbe Sorais y de María Concepción Atorrasagasti Uranga.
Casado el 27 de Noviembre de 1787 en la Parroquia de San Vicente Martir de Donostia-San Sebastián con Josepha Antonia Arrataguibel Erdocia, con la que tuvo dos hijas, María Manuela Paula (17/07/1787) y Josepha Paula (02/04/1790).
(6) José Vicente Elías de Legarda Aztarain, fue bautizado en la Parroquia de San Vicente Martir de Donostia el 20 de Julio de 1760. Sus padres fueron Joseph Nicolas Legarda Aguinaga y Josepha Vicenta Aztarain Yrigoien.
Fue miembro de la Sociedad Patriótica de la «Tertulia Constitucional» de San Sebastián (1820) y redactor del «Liberal Guipuzcoano.
Fue regidor los años 1798, 1801 (destituido por desacato a la autoridad real), 1802, 1804, 1831 y 1832, Síndico en 1818, y escribano del número de la ciudad de San Sebastián en 1813, participó en la redacción de las Actas de la Reconstrucción de la ciudad, levantadas durante la celebración de las Juntas de la Casa de Aizpurua de Zubieta en 1813 y firmó el Manifiesto de 1814.
Simpatizante de la causa liberal, existe en la Real Chancillería de la ciudad de Valladolid un caso promovido por él en 1828, protestando porque le habían privado en San Sebastián de su vecindad e hidalguía por haber sido miembro de la Milicia Nacional. Tras escusarse por ese “borrón” en su historial, y sopesando el informe favorable que presentó el Concejo de Donostia, logró una Real Pragmática ese mismo año mediante la cual recuperó todos sus derechos perdidos. (MURUGARREN, L. 1813. “San Sebastián incendiada por Británicos y Portugueses”. Pág. 139. Grupo Doctor Camino. Donostia. 1993).
Testigo 1:
Don José María de Estibaus (7), oficial encargado de la Administración de Correos de esta Plaza, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio declaró como sigue:
Al primero dixo que se hallava dentro de la Ciudad al tiempo del asalto y por tanto vio que a luego que entraron las tropas aliadas empezaron a derribar las puertas de las casas que estaban cerradas, tirando a un tiempo seis, ocho o más tiros a las cerraduras, haciéndolas saltar de este modo y en seguida, subiendo a las habitaciones, mortificaban a todo aquél que no descubriese quanto dinero se les figuraba a ellos podía haber escondido; pues, antes de echar mano de quanto contenía una casa, se apoderaban de las personas para obligarles a que diesen dinero. Algunos infelices que dieron poco, porque no tenían más, fueron maltratados a culatazos pinchados con las puntas de las bayonetas sin hacerles graves heridas, reciviendo este trato de aquellos soldados que se presentaban con aire más sereno y pacífico, pues que otros, más coléricos e inhumanos, saludaron con balazos a los que les abrieron las puertas, haciendo lo mismo con los que hallaron en las habitaciones, siendo uno de los muertos de este modo Bernardo Campos, que cuidaba en la Plaza nueva de una casa correspondiente a don Manuel de Arambarri, que estaba a cargo del deponente, habiendo a la muger de dicho Campos atravesado el brazo de un bayonetazo; que al testigo un soldado portugués le disparó un tiro a quema ropa, porque tardó un corto momento en subir desde media escalera, a su habitación, a donde le gritaban ocho o diez, que le tenían cercado, subiese a dar dinero; que algunos oficiales le sacaron de pronto de este peligro, pero luego le dexaron y, apenas notaron los soldados la salida de los oficiales, volvieron a romper la puerta, en cuyo apuro salió al balcón a implorar el auxilio de un oficial y, estando hablando con uno que pasaba por la calle, le dispararon otro tiro desde el balcón de enfrente, que era la misma casa donde fue muerto el citado Campos, cuya muger huyó herida y desde entonces quedaron dueños de la casa algunos soldados yngleses y portugueses, que a la vista del cadáver de Campos, muerto por ellos mismos, estaban sentados en la sala, despachando algunas batallas de aguardiente y disparando tiros desde el balcón a donde se les antojaba
Que lo mismo que experimentó el testigo sucedía en todas las vecindades con más o menos barbarie.
Que al anochecer de este día de treinta y uno de Agosto, tubo que abandonar la casa y refugiarse, a una con su madre, hermanas y otras varias familias, a otra donde llevaron para su custodia á un oficial joven hannoveriano (8), sugeto de excelentes sentimientos, el qual, a pesar de su firmeza, estubo, a pique de ser muerto por unos portugueses en le casa del testigo. Que desde que cayeron las sombras de la noche, por momentos fue en aumento el desenfreno de los soldados, quienes con la continuación de hacer mal y beber mucho se transformaron en brutos feroces. En consequencia la noche fue horrorosa: no se oían más, que gritos y exclamaciones dolorosas de varias personas acongojadas que sufrían las mayores crueldades. Que notó en su vecindad, por la, parte del patio, que después de haber sido robada, maltratada y violada el ama de la panadería, llamada Francisca de Bengoechea (9), continuaban a las dos y media de la, mañana, azotando a la criada, muger casada de quarenta y cinco años, para que descubriese el dinero escondido o secreto que no había; que en todas las demás casas de la Plaza y sus alrededores se oían lastimosos ayes, lloros y chillidos de mugeres que imploraban el auxilio de los vecinos inmediatos, a quienes llamaban con sus nombres, para que las libertasen de las manos de los soldados que las hacían sufrir un martirio continuo hasta el extremo de violarlas, golpeándolas en seguida, y herido y dado muerte a algunas después de saciar su brutal lascivia, como lo hicieron con una muchacha en casa del comerciante Ezeiza (10), y en el zaguán de la, casa, de Cardon (11) con tres jóvenes que fueron arrojadas a la bodega, después de violadas, y en ella han sido consumidas por las llamas.
Que la mañana siguiente, primero de Septiembre, la mayor parte del vecindario, despavorida y fuera de sí con las muertes, heridas, saqueo y ultrages que habían sufrido la noche anterior, pidió licencia para salir por medio de los Alcaldes y, conseguida, salió el deponente con su familia a eso del medio día, y con él casi todos los vecinos, todos aturdidos, alelados, muchos descalzos, otros medio desnudos, muchísimos y aun mugeres heridos y golpeados, algunas madres a quienes faltaba su hijo e hijos a quienes faltaban sus padres.
Que al testigo y más vecinos ha asombrado mucho más este mal trato, de los que ellos llamaban sus libertadores y los esperaban corno, a tales, al ver el distinto y diferente. que han dado a sus enemigos, los franceses, a quienes no sólo se les vio dar quartel, cogidos en las calles con las armas en la mano, sino ser recividos por los yngleses y portugueses entre los brazos, y con sus mayores demonstraciones de fraternidad y benevolencia.
Al segundo, dixo qué las personas muertas y heridas que han llegado a ser noticia son a saber: las muertas don Domingo do Goycoechea, Presbítero Beneficiado, muerto de un balazo por haber salido a la ventana a victorear a las tropas aliadas, don José Miguel Magra, hombre muy anciano, fue tirado de un balcón, José Larrañaga asesinado, teniendo en los brazos a un hijo suyo de tierna edad, después de haberle quitado seis onzas de oro y bebido una pipa de aguardiente; Felipe Plazaola, el maestro ensamblador, Martín Altuna, porque quiso estorvar el maltrato que estavan dando a una hija suia; un niño que espiró sobre este mismo sugeto, hijo de un pescador de la casa de enfrente y se refugió a la de Altuna con su madre; José Jeanora, Bernardo Campos, Vicente Oyanarte, doña Xaviera Artola, la criada de Lafont, la mujer del practicante de cirujía don Manuel Biquendi; las personas heridas de que es noticioso son Pedro Cipitria, Juan Navarro y don Felipe Ventura de Moro, que han muerto a resultas, y últimamente, el veinte y seis de éste, ha muerto también a resulta de una herida Ygnacio Galarza; que otros muchos mueren todos los días a resulta de los golpes, sustos y maltrato que recivieron y de la miseria en que han quedado de que podría informar bien el médico titular don José Domingo Zubicoeta, y las viudas de Juan Navarro y José Larrañaga, que han quedado con quatro hijos cada una. (12)
Al tercero, dixo que no se notó fuego en ninguna parte de la Ciudad hasta el anochecer del día en que entraron las tropas aliadas y entonces hacia la calle Mayor, de donde vio el deponente venían las chispas; que, a las tres de la mañana de primero de Septiembre, llegó a casa del declarante Ventura de Ezenarro, vecina de esta Ciudad, a acogerse en ella, la qual le dijo que dexaba ardiendo su casa y, preguntado por dónde tomó fuego, le respondió que los yngleses, la lardeada, del día anterior, habían incendiado la casa de la viuda de Echeverria, llamada de Soto (13), y que, siendo la de la Ventura la tercera, se había comunicado allí el fuego, el qual era imposible atajar por el mal trato que daban los yngleses y portugueses a quantas personas cogían y por el gran riesgo a que Se exponía qualquiera por tanto balazo como disparaban sin dirección, tino ni necesidad, y que ella se libró casi por milagro. Que después estuvo el testigo con doña Bárbara Urbieta, habitante en la casa contigua a la primera incendiada, y también con don Joaquín Soto, quienes le aseguraron que vieron a los aliados pegar fuego a dicha, casa de Soto; que le consta también que los yngleses pusieron fuego a la casa número 6 de la Plaza nueva, conocida con el nombre de la Naypera (14), aplicando el fuego por el almacén de atrás de la casa que está situada en la calle de Juan de Bilbao, donde había algunos retazos de cartón, y por aquella casa se comunicó el fuego a toda una cera de la Plaza nueva y de dicha calle de Juan de Bilbao.
Al quarto, dixo que se remite a lo que ha contextado al capítulo precedente, añadiendo que, según tiene entendido, incendiaron los aliados de varios modos; pero el medio más general era el de unos cucuruchos de cartón que los llenaban de un liquido de color azufre, los que, aplicados ya en los almacenes, ya en las escaleras o en qualquiera de las habitaciones, despedían una llama de color azul, que se propagaba con una celeridad increible.
Al quinto, dixo que ignora su contenido.
Al sexto, que a los infelices habitantes que salieron de la Ciudad el primero y dos de Septiembre, les registraban fuera de la Plaza, en todas partes, hasta llegar al convento del Antiguo y aun más allá; que al declarante le registraron varias veces y muy cerca del convento del Antiguo quitaron a Don Juan Antonio de Arruebarrena ocho onzas de oro, que en una bolsita de tabaco llevava, habiendo perdido todo lo demás; que el saqueo duró siete días continuos, entrando a robar a la Plaza los soldados de todos los campamentos inmediatos, los asistentes y criados de los oficiales, y hasta los muleteros de las Brigadas, sin que se pusiere orden en ninguno de estos días, al mismo tiempo que, si algunos vecinos lograban sacar algún fardo que otro, eran despojados a la salida de la Plaza por los soldados,
Que hallándose, a los tres días después del asalto, en el atrio de la Parroquia extramuros del Antiguo en compañía del vicario don Martín de Echeverría, vio en manos de un soldado portugués el copón de la Parroquia de San Vicente y un viril (15) y el resto de la custodia despedazada, y, como en la Parroquia de San Vicente y en dicho copón se encerraban las sagradas formas para comulgar a los sanos y subministrar el Beático a los enfermos, infiérase lo que harían de su sagrado contenido.
Al séptimo, dixo que los franceses, desde que se retiraron al castillo, no dispararon sobre el cuerpo de la Ciudad, ni el primer día, ni los siguientes, granada alguna, bomba, ni otra cosa que pudiese incendiar.
Al octavo, dixo que no ha visto imponer a los aliados que entraron en esta Plaza por los excesos cometidos en ella, ni oído se haya impuesto otro castigo que el de unos azotes que dieron a un ynglés en la Plaza viexa y una paliza a un portugués en el atrio de la Parroquia de San Vicente.
Al noveno, dixo que las casas que se han salvado del incendio serán de quarenta y cinco a cincuenta, y, fuera de diez o doze casucas pegantes a la muralla, las demás y las mejores, que forman una hilera entera, están situadas al extremo de la Ciudad y al pie y a la raíz del castillo.
Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado y en ello, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, manifestando ser de edad de treinta y ocho años; y en fe de todo firmé yo, el Escribano, Yturbe.
José María de Estibaus.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(7) Bautizado en la Parroquia de San Vicente Martir de San Sebastián el 9 de Febrero de 1775, fue el primogénito de seis hermanos, fruto del matrimonio de Joseph Vicente Estibaus Yanzi y María Concepción Aristi Odriozola.
Simpatizante de la causa liberal, y miembro de la Sociedad Patriótica de San Sebastián fundada el 22 de mayo de 1820 con el nombre Tertulia Constitucional de la Balandra o Reunión patriótica de varios amigos y alistado en la Milicia Nacional Voluntaria de San Sebastián. (ESTEBAN, J.; BERMEJO, D.: “Mucho más que un libro de bailes. Contextualizando socialmente el discurso de…”)
Fallecio el 15 de Junio de 1854, y sus funerales también se celebraron en la Parroquia de San Vicente.
(8) También conocidos como Brunswick-Oels Jägers, o los "Negros de Brunswick", por el color de su uniforme, adornado con insignias de la muerte y calaveras plateadas, que impresionaban a sus rivales. Este detalle era acorde a la bravura y fiereza de sus hombres en el combate. Se trata de un cuerpo de voluntarios formado por el Duque de Brunswick, Federico Guillermo, tras la anexión sufrida por su pequeño estado por las tropas francesas. Combatieron a los ejércitos napoleónicos en todos los frentes.
Con el paso del tiempo y la aparición de la King's German Legion, también formada con tropas alemanas, las filas de esta unidad se vieron muy reducidas. Los mejores elementos se pasaron a esta segunda formación militar. Esto originó que los que se quedaron en la Brunswick no fueran los más deseables y disciplinados soldados, motivo por el que se dieron muchos casos de deserciones.
Al Campaña Peninsular solamente vino un batallón, del que dos compañías fueron destinadas a la 5ª División, donde permanecieron hasta el final de la guerra. El resto engrosó la 7ª división, participando englobadas en estos cuerpos en casi todas las acciones importantes de nuestra Guerra de la Independencia.
(9) C/ Juan de Bilbao nº 259, casa donde estaba la panadería de D. Cayetano Elósegui y su mujer Dña. Francisca Bengoechea.
(10) C/ Esterlines nº 436
(11) C/ Narrica nº 280
(12) Los nombres de las víctimas, tanto asesinadas como heridas, el lugar donde se desarrollaron los dramas y como fueron estos, aparecen en el listado que les facilitamos en esta misma web.
(13) C/ Mayor nº 541 esquina con la C/ Puyuelo.
(14)Plaza Nueva nº 6 propiedad de la Viuda de Barbot, según el plano de Ugartemendía, que era conocida como de la Naypera.
(15)Un viril es un objeto perteneciente al culto católico que consiste de un habitáculo, generalmente de cristal y redondo, rícamente decorado con metales y piedras preciosas, destinado a encerrar la hostia y que se coloca en la parte superior central de la custodia para la exposición de la misma.
Testigo 2:
Don Pedro Ygnacio Olañeta (16), tesorero de esta Ciudad desde el año de mil ochocientos y quatro, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del Ynterrogatorio, declaró como sigue:
Al primero, dixo que a cosa de las dos y media a las tres horas, poco más o menos, de la tarde del asalto, entraron como leones a su habitación, en pelotones, multitud de tropas aliadas y el que hacía cabeza o comandante de ellos se agarró a la pechera de la camisola, le dio un sablazo de plano en el hombro izquierdo y le pidió en idioma portugués todo el dinero que tenía, so pena de matarle, poniéndole el sable sobre la tetilla izquierda; el deponente, con sumisión, hechó mano a la faltriquera para sacar una bolsa verde de seda, en que tenía buenos reales, con el fin de contentarlos con un par de onzas de oro a los primeros diez soldados que le sorprendieron y de continuar dando a los que eran espectadores en la puerta principal de la sala el tránsito hasta la escalera; pero, al momento que le vio la bolsa en la mano, retiró el sable de la tetilla y, con extremada violencia, se apoderó de ella y repitió el darle otro sablazo sobre el costado izquierdo, pidiéndole más dinero, pues que, según el adorno de la casa puesta, indicaba que era rico; empezó el declarante a darles satisfacción en idioma ynglés a todos quantos se hallavan presentes que no tenía más dinero y repartiesen entre todos; al oir esta respuesta, tratándole de pícaro, volvió a darle el mismo otros cinco sablazos en las espaldas y nalgas y, al mismo tiempo, le encajó otro soldado un culatazo en el costado derecho que le echó a tierra; en cuya vista, un granadero ynglés, que dijo ser católico y trahía un rosario pendiente del cuello, quiso ampararle y levantarle del suelo ,dándole la mano, y con otro culatazo que le dio otro le tumbó de nuevo al suelo; en este estado y aun antes, la pobre muger del deponente, postrada de rodillas, les pedía con lágrimas y gemidos no le maltratasen, pues que habían recivido el dinero que tenían ambos consortes; uno de ellos le dio un bofetón tan cruel en la mexilla de la cara que aún se la conoce. El granadero yrlandés se indignó contra sus primeros camaradas, armó la bayoneta y los llevó por delante. Entró el segundo trozo, que expectó de la puerta de la sala el mal rato que le dio el primero, pero, a pesar de ello, le hicieron la demanda de más dinero, a quienes les dixo que vieiron ellos mismos cómo le quitaron los primeros y que no tenía más que darles; un bárbaro le tiró un bayonetazo sobre el hombro izquierdo y, ladeándose un poco en el mismo a otro del golpe, corrió la bayoneta del hombro arriva sin causarle herida; pero otro le dio un culatazo también en el costado derecho, se le echó encima con crueldad, le registró las faltriqueras y, no hallando dinero, le quitó las evillas de plata de los zapatos, charreteras, casaca negra con su chupa de paño fino, pañuelo blanco fin del cuello, que los tenía puestos para salir en cuerpo de Ciudad a recibir y obsequiar al Excmo. señor General aliado y a su estado mayor; empezaron marido y muger a gemir y suspirar amargamente, pidiendo le dexasen con vida; pero, en medio de estas crueldades, le disparó uno de ellos y tubo la fortuna de no haberle prendido; en esta disposición llegó otro tropel de gente y armaron entre sí una gresca y, al favor de uno que hablaba muy poco el castellano y que le pidió aguardiente, pudo escaparse al texado de la, inmediata casa, donde permaneció desde las quatro y media de la misma tarde hasta las diez de la mañana siguiente, en que baxó a la calle por haber oído la conversación a varias mugeres que pasaban por las calles que el general ynglés dio la orden que saliesen fuera de la Ciudad los que quisiesen.
Que, en medio de su consternación, afligieron sobremanera su corazón en aquella triste noche los gemidos lastimosos de las pobres mugeres de todas edades, que gritaban de sus hogares; ¡fulana, ven por Dios! y ¡ampárame que me están forzando!; otras gritaban, ¡No contentándose con las atrocidades que han cometido de día, están forzando hasta a las tiernas criaturas y matando a los padres que no consienten! De facto sintió aquella noche, en diferentes calles, más de ochenta tiros de fusil. Que vio el testigo, en la misma tarde, en su propia casa y en una de las dos primeras habitaciones, que, por no descubrir las personas no señala en qual de ellas, a dos tenientes yngleses tirarse con sus sables desembaynados y como perros rabiosos sobre dos señoras, muy conocidas en la, Ciudad, a quienes gozaron violentamente.
Que chocaba mucho más esta conducta atroz de los aliados a ver, como vio el testigo, coger a los veinte y cinco pasos del atrio de Santa María a los franceses con las armas en la mano y, dándoles quartel con los brazos abiertos, les subministraban los soldados aliados ron de las cornetas que llevavan consigo y les hacían mil caricias; y que los vecinos de San Sebastián, tan adictos a la causa de la Nación, que habían estado suspirando por la llegada de los aliados y que durante el asalto no se oían en todas las casas sino el rezo de letanías y otras oraciones por el feliz éxcito del asalto, recibiesen la muerte, el saqueo, tantos ultrages y violencias de parte de los que creían ellos ser sus libertadores y amigos.
Que, por fin, salió de la Ciudad, entre diez y once de la mañana siguiente, con otras varias familias desarropadas y sin poder menearse por golpes que recivió.
Al segundo, dixo, que las personas muertas, entre otras muchas, cuyos nombres no tiene presentes, son el Presbítero Beneficiado jubilado, don Domingo de Goycoechea, de edad de setenta y seis años, don Martín Altuna, Vicente Oyanarte, José Larrañaga, Pedro Cipitria y doña Xaviera Artola y, a no haber subido otras diferentes a los texados por precaución, hubieran sido víctimas de su furor, pues que no trataban sino de robar primero, forzar y matar sin distinción. (17)
Al tercero, dixo que, estando en el texado, extendido de largo, observó antes de las cinco y quarto que ascendía un humo denso de una de las casas de las quatro esquinas de la calle Mayor, que era de la viuda de Echeverría, y, a breve rato, de la casa de la Panadería, frente de la cárcel vieja, a distancia de unos treinta a quarenta pasos de donde estava, y seguidamente de las inmediatas; observó en todas las casas incendiadas unos tiros que parecían de cohetes con intermisiones de fuego graneado, que eran de mixtos incendiarios, puestos por los aliados.
Al quarto, dixo que se remite a lo que ha contextado al capítulo precedente.
Al quinto, dixo que ha oído públicamente que, habiéndose presentado varios propietarios a pedir auxilio a algunos aliados para apagar el fuego, se negaron con ademanes de indignación, alegrándose del mal que hacían.
Al sexto, dixo que al mismo deponente, al salir fuera de la Ciudad, en el camino cubierto, le registró un soldado que llevava de guardia y que, por no haberle hallado dinero, le quitó una tabaquera ordinaria y a varias mugeres, que iban en su compañía, los pañuelos del cuello y sabanillas de la cabeza, y, habiéndole dicho a un teniente ynglés, de edad de veinte y uno a veinte y dos años, de pequeña estatura, cara larga y blanca y picado de viruelas, cómo iban quitando, le dio un bofetón y le dixo en portugués que hacía bien de robar a todos los habitantes de San Sebastián, que merecían ser pasados por las armas.
Que no sólo robaron en la Ciudad el primer días sino que duró el saqueo siete días continuos y, aun este mismo mes, han sacado de los escombros y extrahído al muelle balcones y fierro (18).
Al séptimo, dixo que los franceses, desde que se retiraron al castillo la tarde del treinta, y uno, no dispararon aquel día, ni en los sucesivos, bombas granadas ni ninguna cosa incendiaria al cuerpo de la ciudad.
Al octavo, dixo que ningún soldado ha sido castigado, al contrario, protegido en los robos por algunos oficiales, que de noche iban con ellos a las casas.
Al noveno, dixo que han quedado unas cincuenta casasy casi todas al pie del castillo.
Y que lo depuesto es la verdad baxo del juramento. prestado en que se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser mayor de cincuenta años; y en fe de todo yo, el Escribano, Yturbe.
Pedro Ygnacio de Olañeta.
Ante mí, José Elías de Legarda
(16) Corredor de Cambios y Lonjas de la ciudad de San Sebastián. Ocupaba el puesto de Tesorero Municipal desde 1804.
Era natural de la población de Elgueta, y falleció el 17 de Enero de 1837, viudo, con 78 años de edad. Sus funerales se celebraron en la Basílica de Santa María de Donostia.
(17)Ver pie de pág. nº12.
(18) Se refiere a los hechos que detalla D. José María de Ezeiza, testigo nº 29 “(…) vio que el quince un Bergantín ynglés de guerra se apoderó de varias anclas y cables pertenecientes a particulares y al Consulado, así como de todas las lanchas del muelle. Que el veinte y quatro del mismo mes vio que la tripulación de una cañonera ynglesa robó balcones de fierro y aun unos candeleros de madera de la parroquia de San Vicente. Que el nombre del Bergantín de guerra es Racer.”
Testigo 3:
Don Miguel Ygnacio de Espilla (19), Presbítero Beneficiado de las Parroquias Unidas de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del Ynterrogatorio, declaró como sigue:
Al primero, dixo que, con motivo de vivir en la calle de la cárcel vieja (20), vio la entrada de las tropas aliadas, entre dos y tres de la tarde del treinta y uno de Agosto, por la Plaza nueva y otros puntos, y que, a su vista, huían despavoridos los franceses hacia el castillo, pero que, a muy luego, los aliados empezaron a disparar balazos a las ventanas y balcones y a las cerraduras de las puertas, y notó que empezaron a saquear la casa de Armendariz (21), que está enfrente de la suya; que en seguida subieron a casa del testigo y, habiéndoles recivido con la mejor voluntad, le arrancaron quanto dinero
tenía y hasta los zapatos que tenía puestos; que saliendo unos, volvían, a entrar otros, y estuvo en tres ocasiones expuesto a perder la vida con el fusil puesto al pecho, porque descubriese dinero, sin que pudiese desarmar su ferosidad, representándoles que los anteriores le habían quitado quanto tenía y que tomasen todo lo que hubiese en casa, lo que no bastó para que desistiesen de su intento de matarlo, lo que hubieran hecho sin duda a no haberles enternecido un niño de doce años, hijo de una militara española, el qual, de rodillas y con lágrimas, pudo conseguir no le matasen, así como los muchos esfuerzos y ruegos de sus dos hermanas, a quienes les robaron hasta los pendientes que tenían puestos y abofetearon a una. Que, a la noche, se aumentó este desorden y sentía desde su casa tiros de fusil, que disparaban dentro de otras casas, gritos de hombres y mugeres que pedían confesión y confesores, ayes lastimosos de gentes que sufrían y de mujeres que pedían auxilio, sin duda por ser violadas en tanto grado que muchas personas, expecialmente mugeres, pasaron aquella noche en los texados, huyendo de la barbarie y ferosidad de los yngleses y portugueses de modo que no se pueden describir las lástimas, y desgracia de aquella noche; que a la media noche, habiendo notado fuego en las inmediaciones de su casa, salió despavorido y pasó a casa de Blanco en la calle de la Trinidad, donde hubo algún sosiego por haber un oficial herido; y por fin salió el día siguiente de la Ciudad con un montón de familias, todas abatidas, desarropadas, golpeadas y en el estado más lastimoso.
Al segundo, dixo que los muertos de que tiene noticia son hasta unos veinte, de quienes no se acuerda por ahora, sino de su tío, don Domingo de Goycoechea, Presbítero Beneficiado jubilado, que fue muerto por los aliados al tiempo que salió a victorearlos a la ventana; Bernardo, Campos, don José Miguel Magra, que fue tirado de un balcón, según noticia; que, a luego de esta desgracia, dieron a su hermana, doña Manuela, en presencia del deponente; José Larrañaga, muerto con su hijo en los brazos, doña Xaviera Artola, Juan Navarro y Pedro Cipitria, que han muerto a resultas de sus heridas (22).
Al tercero, dixo que el testigo, como estubo metido, en su casa, no notó el fuego hasta que llegó a sus inmediaciones, que fue a media noche del treinta y uno de Agosto, día del asalto, y que no vio quién lo causó.
Al quarto, dixo que la mayor de la noche estuvieron en su casa y, aun guando salió el testigo, quedaron en ella quatro soldados, dos portugueses y dos yngleses, que tres de ellos tomaron a cada vela y amagaron varias veces de dar fuego a las cortinas de la casa y uno de ellos dio fuego al gergón de uno de los quartos y que se pudo apagar; y, como el testigo y sus hermanas dexaron abandonada la casa a media noche, no sabe o no puede asegurar si aquellos quatro la darían fuego; que, a la salida de su casas notó que la cabaña de Arruabarrena tenía fuego y que un portugués estaba mirando por la parte de afuera y, como esta cabaña está en el zaguán de la casa del testigo, pudo haberse comunicado al resto de la casa; y, unidas todas estas circunstancias y la de haberles visto baxar todos los baúles que había en las habitaciones atrás, le inclinan a creer a que los mismos soldados incendiaron la casa, lo que corrobora la falsa voz que les oyó de que tenían orden del señor General Castaños de matar a todos los habitantes e incendiar a la Ciudad, con cuya absurda especie querían sin duda cohonestar las intenciones que trahían de incendiar.
Al quinto, dixo que ignora su contenido.
Al sexto, dixo que, aunque el testigo no experimentó ningún robo ni violencia a la salida de la Ciudad, ha oído que otros muchos fueron despojados de algunos pocos efectos que pudieran salvar, ya al tiempo de la salida como en las inmediaciones y cercanías del Antiguo; y que el saqueo de la Ciudad duró siete días.
Al séptimo, dixo que el testigo permaneció en la Plaza hasta las seis de la mañana del dos de septiembre, hasta cuyo día, desde la tarde del treinta y uno de Agosto, no notó ni ha oído que los franceses disparasen bombas, granadas, ni ninguna otra cosa incendiaria sobre el cuerpo de la Ciudad, ni ha oído tampoco que hubiesen disparado en los días succesivos.
Al octavo, dixo que no vió ni ha oído que algunos yndividuos de las tropas aliadas hayan sido castigados por los excesos cometidos en esta Plaza.
Al noveno, dixo que serán unas cincuenta casas, poco más o menos, las que se han salvado del incendio y que las más y mejores están situadas al pie del castillo.
Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado, en el que, después de habérsele leído, se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, manifestando ser de edad de etrinta y y firmó después de su merced, manifestando ser de edad de treinta y cinco años y en fe de todo firmé yo, el Escribano, Yturbe.
Miguel Ygnacio de Espilla.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(19)Miguel Ygnacio de Espilla Goicoechea nació en San Sebastián, siendo bautizado en la Parroquia de San Vicente Martir el 5 de Agosto de 1778. Era hijo de Joseph Espilla Bengoechea y de Raphaela Goicoechea Echeverría, hermana del reverendo D. Domingo de Goicoechea, muerto en su casa por un disparo cuando vitoreaba a los aliados.
Falleció el 18 de Septiembre de 1853, y sus funerales se celebraron en la Parroquia de San Vicente Martir.
(20)La calle conocida como de la Cárcel Vieja se refiere al tramo de la antigua calle Íñigo, en su parte comprendida entre la calle Mayor y la Plaza Nueva, también denominada Íñigo Alto. Era el mejor tramo de la calle, muy despejada, con una anchura de entre 18 y 22 pies y con una plazuelita en su unión con la calle Mayor.
(21)No he encontrado ni el apellido Espilla ni el de Armendariz entre los nombres de los titulares de las casas que señaló al arquitecto Ugartemendía en su plano, por lo que me limito a señalar la zona con un círculo rojo que siturá al lector en el lugar donde se desarrollan los hechos.
(22)Ver pie de pág. nº12.
Testigo 4:
Don Antonio María de Goñi (23), corredor de navíos de comercio de esta Plaza, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del ynterrogatorio, declaró como sigue:
Al primero, dixo que al tiempo del asalto se hallaba en su casa número 212 de la calle de la Trinidad, a una con su madre, tío y una, criada y otras quatro vecinas que se refugiaron, teniendo la puerta de casa y las ventanas cerradas(24), y desde los resquicios vio entrar una tropa de yngleses que traían su dirección desde la calle del Matadero (25) y entraron en la Trinidad con repetidos vivas en seguimiento de los franceses, que huían despavoridos, arrojando las armas con tal precipitación, desorden y desaliento que cree el testigo que, si les hubieran seguido con ardor, se hubieran hecho dueños del castillo; pero, a pocas descargas, dexaron de perseguirlos y empezaron a disparar a las casas y, quando lo hicieron con la del testigo, baxó su tío, que posee el idioma ynglés, les abrió la puerta, los abrazó y ambos les ofrecieron quanto gustasen; que al principio pidieron solamente agua y les dieron también jamón y aguardiente; concluido lo qual, empezaron a saquear la casa y, habiendo el testigo expuesto a uno de ellos que no esperaban ni merecían este trato por ser españoles, le dio un culatazo en las costillas, a cuya fuerza cayó al suelo, y su tío, que debió de hacer igual reconvención a un achero portugués, recivió por respuesta un achazo dirigido a lacabeza, que le hubiera sacado de los hombros a no haber hurtado el golpe, ladeando pronto el cuerpo; que, habiendo pasado a otra pieza, donde se hallaba su madre, observó que un portugués quería forzar a la criada, lo que pudo evitar, a cuya vista y del desorden, que notó reynaba en todas partes, salió a implorar el auxilio de un oficial y tubo la buena suerte de hallar a un Alférez de cazadores del número 8, llamado don José Carrasco, quien, a una con su madre, tío y criada y otras tres mugeres, les condujo al alojamiento del General Esprey (26), que estaba ospedado en casa de la viuda Donton (27), frente las Puertas chiquitas de la Parroquia de San Vicente; que, hallándose allí, le dixo el coronel del Regimiento Portugués número 15 (28) le conduxese al café de la Aguila (29), donde se hallava el General ynglés (30) que mandaba todas las tropas; que, a una con este General, el coronel portugués y don Angel Llanos, volvieron por la calle de Escotilla y notaron que, en la tienda donde estuvo la hija de Zaloña, unos soldados con velas en las manos andaban por las paredes en ademán de pegar fuego, lo que dicho General estorvó; que para aquel tiempo, que era el anochecer, ya estava ardiendo la casa de la viuda, de Soto y debe observar que a su primera salida de casa a la del General Esprey sufrieron muchos insultos y baldones de parte de los soldados, y, quando fueron al café, vio en la calle de Embeltrán a tres mugeres ancianas hechas unas estatuas, aleladas y despavoridas, sin duda del mal trato que habían revivido. Que el General ynglés, que vino desde el café, fue azia Santa María a reconocer los puestos, y el deponente y el coronel portugués a casa del General Esprey, desde donde en toda aquella noche oían gritos, lamentos y quejas de mugeres, que, sin duda, eran maltratadas y violadas. Que la tarde anterior fue con el oficial Carrasco a la casa de enfrente de la suya, número 209, donde había varias mugeres jóvenes refugiadas, y en una de sus habitaciones, en un quarto cerrado, sintieron quejarse a dos Muchachas, a quienes forzaban algunos soldados, y, derribada la puerta, salieron en efecto dos portugueses, a quienes castigaron a sablazos dicho Carrasco y un, oficial ynglés.
Que los quatro días que estuvo el deponente notó el saqueo más horroso y un absoluto desenfreno en la tropa, sin que hubiese patrullas ni se pusiese algún otro medio para contenerlo ni para cortar el fuego, el qual, habiendo llegado a la casa del General Esprey, determinaron salir de la Plaza, como lo hicieron.
Al segundo, dixo que las personas que se acuerda muertas son el Presbítero don Domingo de Goycoechea, la ama del cura Hériz y su criada, Felipe Plazaola, el fondista Jeanora, la muger del Practicante de cirujía, don Manuel Biquendi, el criado de la citada casa número 209, la suegra del Escribano Echániz, la madre de don Martín Abarizqueta, Vicente Oyanarte, don José Miguel Magra, una tal Vicenta que vendía aguardiente, el Andaluz: Juan Navarra, Pedro Cipitria y otros que, por la dispersión de las familias, no han llegado a noticia del testigo, siendo muchas las heridas, entre ellas aquéllas tres ancianas que encontró corno pasmadas en la calle de Embeltrán, a las que el día siguiente vio que llevaban heridas a la Parroquia de San Vicente, de modo que la que no fue herida fue maltratada y golpeada a lo menos, como se notó en el aspecto de quanto se veían en las calles y a la salida del pueblo, lo que contrastaba terriblemente con el buen trato que vio que los aliados daban a los franceses aun cogidos en el acto del combate. (31)
Al tercero, dixo que no había fuego ninguno en la ciudad hasta la tardeada del treinta y uno de Agosto algunas horas después que los franceses se retiraron al castillo; esta circunstancia lo que notó en la calle de la Escotilla quando venía con el General, el no haber disparado sobre la Ciudad los franceses desde que subieron al castillo, el haber notado al tercer día fuego recién aplicado en la casa número 6 de la Plaza nueva por la calle de atrás y calle de Juan de Bilbao, estando el resto de la Plaza aun sin fuego, el desenfreno y absoluta indisciplina que reynaba en la tropa y la voz pública le persuaden y hacen creer firmemente que fueron los aliados, y no los franceses, los que incendiaron la ciudad.
Al quarto, dixo, que se remite a lo que tiene contextado al capítulo precedente.
Al quinto, dixo que ignora su contenido.
Al sexto, dixo que tiene declarado que en los quatro días que estuvo el testigo en la Plaza, después que entraron los aliados, notó los mismos robos y desórdenes que en el primero y que al tiempo de la salida, al llegar al camino viejo de San Bartolomé, robaron a un cartero, vecino suyo, algunos pocos efectos que pudo salvar, que trahía liados en un pañuelo; que a los ocho días después que se rindió el castillo, quatro artilleros yngleses, a las dos de la tarde, forzaron a una muchacha entre las ruinas de la calle de los Angeles con motivo de haber ido a acompañar a una amiga suya, que quiso reconocer los restos de su casa, y esto, lo sabe el testigo por haber acudido por los gritos de otras mugeres que pidieron auxilio y les prestó un oficial portugués, que, paseándose por casualidad por la Muralla, de enfrente de la Aduana, mandó un piquete, que separó a los yngleses sin imponer otro castigo.
Al séptimo, dixo que no observó ni ha oído que los franceses, desde que se retiraron al castillo, tirasen sobre el cuerpo de la Ciudad bombas, granadas o proyectiles incendiarios.
Al octavo, dixo que no ha visto imponer más castigo que el de unos quantos sablazos a un soldado portugués en el atrio de San Vicente los dos o tres días después del asalto.
Al noveno, dixo que las casas salvadas serán de quarenta a cincuenta, poco más o, menos, y la mayor parte, que forma una cera o hilera entera, se halla en la calle de la Trinidad, en el extremo de la Ciudad y al pie del mismo castillo.
Todo lo qual declaró por cierto bazo del juramento prestado e que, después de leído, se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de veinte y cuatro años cumplidos; y, en fe de todo, yo, el Escribano, Yturbe.
Antonio María de Goñi.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(23)Nacido el 3 de Abril de 1789 fruto del matrimonio de Joan Antonio Goñi Weselves y Josepha Antonia Muñoa Lizarza, es bautizado en la Parroquia de San Vicente Martir de San Sebastián. Se casó con María Joaquina Alzate Olarán el 1 de Agosto de 1818 en la Basílica de Santa María. Falleció el 27 de Julio de 1863, celebrándose sus funerales en la Basilica de Santa María.
(24)Perteneciente a la línea de casas pegante al monte Urgull, salvadas del incendio por albergar a muchos oficiales heridos en los combates. Muchas veces se han realizado afirmaciones en las que se aseveraba que los aliados conservaron esa línea de casas con el único fin de utilizarlas como vivienda para sus mandos. Nada puede ser más erróneo, ya que jamás se hospedaría nadie en lo que en ese momento, y en total durante una semana, sería la primera línea del frente. Únicamente hay buscar en esta medida la lógica militar, aprovechando una línea de casas que serviría como defensa en caso de ataque de las tropas enemigas encerradas en la fortaleza.
(25)La calle de la Zurriola que aparece en el plano de Ugartemendía, era conocida popularmente como la calle del Matadero, al encontrarse este situado en la misma, cerca del mar.
(26)Se tiene que tratar del Mayor General William Frederick Spry, que se encontraba al mando de la Brigada Portuguesa compuesta por el 3º y 15º regimientos de infantería de línea y por el 8º de caçadores. Era un veterano de las guerras en la India entre 1787 y 1807 en donde destacó en la acción de Seringapatam de 1799. Sirvió en las filas del ejército portugués integrado en las filas del Duque de Wellington desde agosto de 1810 hasta enero de 1814.
Mencionado en los despachos oficiales por las acciones de Badajoz, Salamanca, Vitoria y San Sebastián, recibirá la Medalla de oro con las barras de estas tres últimas.
Falleció en la Península el 16 de enero de 1814 a consecuencia de una enfermedad.
(27) Tiene que tratarse de la casa señalada en el plano de Ugartemendía como de la Viuda de Miranda
(28)Louis do Rego Barreto (1777 – 1840), era en ese momento el Coronel al mando de 15º regimiento portugués de infantería de línea. Destacó por su arrojo en todas acciones en las que participó, destacando en San Sebastián al ser el primero en sobrepasar las defensas francesas por la denominada brecha pequeña, según algunas fuentes de la época. Es normal que lo encontrara nuestro testigo junto al General Spry, ya que este era su superior, y estaría reunido junto a su Estado Mayor. Fue apodado por el general Beresford como “el valiente”.
Nada más tomarse la plaza, fue nombrado gobernador de la misma, motivo por el que muchos historiadores le responsabilizan como culpable de los saqueos y destrucción de San Sebastián, al no haber podido o querido pararlos.
(29)Analizando el recorrido que hicieron el testigo, el general Spry y el coronel Barreto desde San Vicente por la calle San Gerónimo o Escotilla, hay que suponer que se dirigieron hacia la Plaza Vieja, donde se situaba el Café de la Facunda o del Cubo. Es muy probable que durante los cinco años de dominación francesa este modificase su nombre por el del águila, denominación con sus connotaciones imperiales que tanto agradarían a las tropas de ocupación, pero esta afirmación no deja de ser una simple suposición.
(30)Seguramente se trate del Mayor General Sir Andrew Hay, quien ostentaba el mando de la 5ª División por encontrarse su titular, el general Leith convaleciente de una antigua herida. Una vez reincorporado este justo a tiempo para participar en el asalto de San Sebastián, resultará nuevamente herido de gravedad, retomando Hay sus anteriores funciones.
Fallecerá en la última acción de la guerra, cuando los franceses efectúen una salida desde la asediada ciudadela de Bayona el 14 de abril de 1814. Tenía 52 años de edad.
(31) Ver pie de pág. nº12.
Testigo 5:
Don Rafael Miguel de Béngoechea(32), vecino y del comercio de esta Ciudad, testigo presentado, y jurado, siendo examinado al tenor de Ynterrogatorio, declaró como sigue:
Al primero, dixo que el treinta y uno de Agosto, último día en que los aliados entraron por asaltó en esta Plaza, se hallava, a una con otros varios, en la casa de la Ciudad, desde donde vio que las tropas ynglesas y portuguesas corrían por toda la calle de Yñigo en persecución de los franceses, que en el mayor desorden se dirigían en tropel azia el castillo; que, llegados algunos de los aliados a la esquina de la Plaza nueva, llamada de la cárcel vieja, cogieron por la espalda a un artillero y dos o tres soldados franceses que, con un cañón de a quatro colocado detrás de la casa de la Ciudad, estavan haciendo fuego con dirección al arco de San Gerónimo, y, con admiración del declarante, les perdonaron la vida generosamente; que, guando se creyó que se había disminuido el tiroteo y guando se oyó tocar el clarín, pensando que sería señal para que saliesen los habitantes a las calles, el declarante, a una con los señores Alcaldes y demás que se hallaban reunidos, se presentaron en los balcones de la Casa consistorial con pañuelos blancos en la mano y, habiendo preguntado a un oficial que andaba paseando en la Plaza, si baxarían, les respondió que sí; que, habiendo abierto las puertas, vinieron en tropel oficiales y soldados yngleses y portugueses y principiaron a hablar en ynglés y, no habiendo quién les entendiese, les preguntó el declarante si hablaban en español y, contextándole que no, aunque con mucha repugnancia y temor por el aborrecimiento que le parecía tendrían a quanto oliose a francés, se vio en la precisión de preguntarles, si poseían este idioma, y, diciéndole entonces uno de los oficiales ¿qué venían a ser aquellos señores? les respondió eran los Alcaldes y Regidor de San Sebastián que baxaban a darles la enhorabuena por la toma de la Plaza y que deseaban ir a cumplimentar al General; que, oída la respuesta, le conduxeron inmediatamente a la brecha, acompañados de un Edecan y el declarante, que vio que los aliados estavan saqueando la casa de Armendariz, se encaminó para la suia con un pañuelo blanco en la mano con el objeto de ver si podía libertarla; que en el tránsito observó que estavan no pudiendo abrir las puertas de las casas de los comerciantes Barandiarán y Queheille, tirando tiros y más tiros y que las demás estaban saqueando; que, un poco antes de llegar a la suya, entraron en ella los aliados, rompiendo las puertas del almacén y, habiéndose presentado en él, le agarraron inmediatamente entre todos con sables y bayonetas en las manos, diciéndole que les diese dinero y que, de lo contrario, le quitarían la vida allí mismo; entonces les contexto que no tenía, pero que tomasen todo quanta encontrasen en casa; que, poco satisfechos de esta respuesta, volvieron a reiterarle con la misma amenaza de muerte que les enseñase dónde lo tenía enterrado y, respondido que en ninguna parte, principiaron a maltratarle y le quitaron el relox y dinero que tenía consigo, el sombrero, levita, chaleco, tirantes, pañuelo del cuello y, por último, le arrancaron hasta la camisa, a pesar de hallarse muy inmediatos dos oficiales yngleses, que estuvieron mirando todo con la mayor indiferencia que, viendo el declarante que iban a despojarle aun del pantalón, hizo unesfuerzo y, libertándose de entre las crueles garras de aquellos verdugos, salió a la calle en la disposición indicada; que, según le contaron después, dos soldados yngleses quisieron dispararle por la espalda, mas, hallándose una vecina en el balcón de su casa, acompañada de tres oficiales de la misma nación, a, quienes dixo, que era su hermano, entonces fue quando mandaron retirar los fusiles; que el declarante, todo despavorido y sin saber lo que se hacía, entró en el primer zaguán que vio abierto y, habiendo subido a la segunda habitación, le dieron unas mugeres una camisa gruesa y una chupa vieja; que, al instante, pasó a refugiarse a la casa referida donde vio a los oficiales yngleses, quienes, habiendo salido afuera, se quedó también tan expuesta como las demás; que, en efecto, entraron en ella los soldados yngleses y portugueses en seguimiento de don Alexandro Montel (33), a quien, habiéndole agarrado en la sala, le pedían dinero, diciéndole que, si no, iban a matarle; que el declarante oía desde la cocina los tristes clamores de los hijos del dicho Montel, que gritaban «¡ay, que van a matar a mi padre!», quando, en esto, sintiendo que se dirigían a donde él estaba, a fin de salvar su vida, que poco antes la vio tan expuesta, tubo por único remedio el saltar de la primera habitación al patio, y meterse dentro del común, donde se mantubo por espacio de tres horas, oyendo los lastimosos ayes y tristes suspiros de las infelices mugeres que quedarron en la primera habitación, a quienes dispararon en la sala por cinco veces; y, aguardando por momentos el terrible lance de la muerte, pues que los soldados llegaron varias veces a mirar por la ventana del parage donde se hallaba; que, habiendo, pasado a su propia casa (34), en cuya puerta, mandó poner guardia el General por haberle solicitado su padre, Alcalde de primer voto de la Ciudad, para la seguridad de su persona se mantuvo en ella acogiendo a las muchas personas que fueron a refugiarse abandonando sus casas, siendo muy sensible al declarante no poder socorrerlas con un poco de alimento, a causa del horroroso saqueo, que había sufrido. Que últimamente toda aquella noche oyó muchos tiros y tristes alaridos de personas de otro sexo, que andaban por los texados, escapándose de entre las garras de los soldados que, qual leones y tigres ambrientos y semejantes a los yndios bravos, perseguían a todas, sin distinción alguna, ni a niñez ni a la ancianidad. Que varios oficiales franceses dixeron al declarante que desde el castillo oyeron igualmente los ayes lastimosos de aquella noche horrorosa.
Al segundo, dixo que, entre las muchas personas que fueron sacrificadas, recuerda por sus nombres a don Domingo de Goycoechea, sacerdote anciano, muy recomendable por su particular adhesión a la justa causa, que defiiende la Nación y aborrecimiento a los franceses, quien, habiendo salido al balcón de su casa a victorear a los aliados, llamándoles nuestros libertadores y restauradores, fue muerto de un balazo, a la ama del cura Hériz, a doña Carmen Echenagusia, a la suegra de Echániz, a Bernardo Campos, a Felipe Plazaola, a José Larrañaga, al suizo Jeanora, que fueron igualmente muertos, y don José Miguel Magra, ya anciano, que fue tirado de un balcón a la, calle; que, así mismo, entre los heridos, le consta fueron comprendidos don Juan Navarro y don Pedro Cipitria que han muerto de sus resultas, don Claudio Droville, don Joaquín Elduayen, Ygnacio Gorostidi y otros muchos, cuyos nombre no recuerda en este momento. (35)
Al tercero, dixo que el incendio se notó el mismo día del asalto, al anochecer, que los que le causaron no fueron los enemigos y sí los aliados, para cuya conformación debe exponer el declarante que los portugueses, hechos prisioneros en varias salidas que hicieron los franceses durante el sitio, le dixeron al mismo y a otros muchos, a una voz, tenían orden del General Castaños para incendiar la Ciudad y pasar a cuchillo a todos sus habitantes.
Al quarto, dixo que la primera casa que vio arder el mismo treinta y uno fue la de la viuda de Echeverria, situada en uno de los quatro cantones de la calle Mayor; que no sabe de qué modo la incendiaron, pero que el fuego principió desde el almacén y que los que andaban alrededor eran soldados ingleses y portugueses; que tampoco sabe con qué combustibles, mas ha oído decir a muchísimos que tenían unos cartuchos largos con los quales incendiaron las casas al momento; que le confirma en esta opinión la prueva que, en presencia del declarante, Carmen Ygnacia Lasarte y María Josefa Ubiscun, hizo don José Mateo Abulia, echando a un brasero encendido un pedacito de mixto (36) que dixo había recogido de una bomba que cayó al lado de su casa, el qual, a, pesar de no ser mayor que una avellana grande, hizo salir al momento una llama crecida, de color de azufre.
Al quinto, dixo que ha oído decir que los aliados habían impedido apagar el fuego en algunas casas.
Al sexto, dixo que no sabe si a los tres, quatro y ocho días después de la rendición del castillo, cometieron los aliados algunas violencias y robos, pero que el día primero de setiembre quando salió el declarante de la Ciudad, a pesar del miserable estado a que se hallava reducido, pues su vestido era un pantalón viejo de un tonelero, camisa y chupa de un herrador y sin sombrero en la cabeza, el zentinelá ynglés que estava en la Puerta de tierra le pidió un duro si quería salir de la Ciudad, al que le contexto que no tenía ni un quarto, que, si gustaba, le daría los pantalones, que tampoco eran suios, y que le dexase salir afuera; que también le consta que a, muchas personas arrancaron ese mismo día hasta los pañuelos que llevaban para cubrir sus pechos; que, asimismo, sabe con referencia a un sugeto fidedigno que un comerciante prometió a unos pobres amarradores, que habían salido de la Plaza, darles dos mil pesos, si le sacaban de casa de otro unos cofres de mucha, importancia, a lo que le respondieron a una voz «no volverían a meterse dentro por todos los dineros del mundo», siendo esto la prueva, más evidente que puede darse del modo bárbaro, cruel e irracional con que nos han tratado nuestros deseados aliados.
Al séptimo, dixo que los franceses no tiraron sobre la Ciudad bombas, granadas, ni proyectiles incendiarios desde su retirada al castillo el tiempo que el declarante se mantuvo adentro, ni tampoco ha oído absolutamente a nadie que lo hubiesen hecho después.
Al octavo, dixo que no ha visto, ni oído a nadie que algunos individuos de las tropas aliadas se hubiese dado ningún castigo por los excesos cometidos en la Ciudad.
Al noveno, dixo que poco más o menos son unas quarenta las casas libertadas del incendio, de las quales parte están situadas al pie de la muralla, parte en la calle de la Trinidad, en la cera más inmediata al castillo, y parte a la espalda de la Parroquia de San Vicente, que están inhavitables.
Que lo depuesto es la verdad baxo del juramento prestado y en ello se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, manifestando ser de edad de veinte y seis años cumplidos, y en fe de todo firmé yo, el escribano Yturbe.
Rafael Miguel de Bengoechea.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(32)Nacido hacia 1787, sus padres son Miguel Antonio de Bengoechea Machienea (Testigo nº 78) y Rafaela Antonia Gorrizarena Zavala. Era el mayor de tres hermanos, aunque desgraciadamente sólo he localizado las partidas de bautizo y defunción de sus dos hermanos menores Feliza Carmen y Juan Rafael.Asistió a la Junta de Zubieta y fue uno de los firmantes del Manifiesto.
(33)Alexandro Montel Amestoi, comerciante donostiarra (Aparece mencionado en la publicación “Almanak o Guía de Comerciantes para el año de 1803”) nacido el 21 de Mayo de 1753 y bautizado en San Vicente Martir, casado con María Magdalena Fernández Madrileño Alzua, con la que tuvo diez hijos.
(34) C/Puyuelo Alto nº 59 del plano de Ugartemendia.
(35) Ver pie de pág. nº12.
(36) En la jerga militar, se denomina mixto a una masa o pasta compuesta de pólvora, sebo, carbón y salitre con la que se rellenaban las espoletas y se confeccionan otros combustibles aplicables a la artillería.
Testigo 6:
Don José Manuel de Beracearte (37), vecino y del comercio de esta Plaza, Testigo presentado y jurado, siendo, examinado al tenor del ynterrogatorio, declaró como sigue:
Al primero, dixo que el treinta, y uno de Agosto, a las once de la mañana, rompió el fuego para el asalto, y a las dos de la tarde se hallavan ya los aliados en la calle del testigo, que es la del Puyuelo (38), manteniéndose el testigo en su casa con todas las puertas cerradas; que entraron gritando «¡Urra! ¡Urra!» y, luego, pidieron a los habitantes vino y agua, y todos los vecinos salieron a darles quanta pidieron, y, después de haber refrescado, se reunieron todos en la Plaza al son de una trompeta y, al instante, se esparcieron todos a tocar las puertas y tirar tiros a las ventanas, que también tiraron a la del testigo y le gritaron baxase con la llave a abrir la puerta; que baxó al instante con una muger y, a luego que le sintieron y antes de abrir la puerta, le dispararon varios balazos desde el ahugero de la llave y los resquicios de modo que la muger que le acompañava fue herida en un pie, y, atemorizardos ambos, no se resolvieron a abrir la puerta, pero, a poco rato, se atrevió el deponente a abrir la del almacén, y, apenas le vieron los aliados, quando, agarrándola entre varios, le despojaron de quanto llevava, le soltaron los calzones, le quitaron los zapatos, arrancándole hasta unas reliquias que trahía colgadas al pecho, debaxo de la camisa, dexándole quasi en cueros, lo mismo que a su muger; que en seguida le hicieron subir a sus habitaciones y le rompieron escritorios, armarios, arcas y quantos muebles había, llevándose quanto en ellos encontraron, y, habiendo consumido la tarde en este saqueo, quedaron muchos de ellos en su casa a la noche y le mandaron poner una cena, y, en efecto, les dio dos perniles, dos grandes panes, un queso de Holanda, todo el vino que tenía en casa y por postre quatro botellas de ron, de a seis chiquitos cada una, que, quando despacharon esta cena, le pidieron más y, como no tenía qué darles, le quisieron matar, poniéndole el fusil al pecho con el gatillo levantado varias veces, hiriéndole gravemente en la cabeza de modo que aún conserva las manchas de la sangre que vertió de ella en el pañuelo que tenía puesto al cuello. Que luego se echaron sobre toda su familia y sobre otras dos que se refugieron a casa del deponente, y, hallándose todas apiñadas en un punto, disparó un soldado sobre todos, sin que hubiese herido a ninguno, como por milagro. Que fue tal el terror que causó esto a un vecino suio, que se hallaba, en casa del testigo con toda, su familia, que, abandonándola, huyó azia, el común y, levantando la caxa, se metió en él. Que a luego intimaron que habían de gozar de todas las mugeres, amenazándoles de muerte si no consentían, y, por evitarla, tubieron que sufrir todas esta afrenta públicamente en la sala delante de todos; que luego pretendieron dormir con ellas y lograron también por fuerza. Por último, llegó hasta tanto el desenfreno y la barbarie que un portugués obligó al testigo a presenciar con una vela encendida en la mano el acto vergonzoso e ignominioso de gozar a todas las mugeres de su casa y de las familias refugiadas en ella, como lo hizo en un buen rato, y, al cabo, se retiró y pasó a las habitaciones de arriva, donde, viendo los mismos desórdenes y hallando continuos riesgos de perder la vida, volvió otra vez a la suia. Que llegó la atrocidad y feroz conducta de estos hombres al increible punto de tomar entre dos a un hijo de edad de tres años y quererlo partir en dos piezas, y lo hubieran executado a no haber intercedido otro soldado más razional que, compadecido, representó a, sus bárbaros camaradas quán blanco y hermoso era el niño y los desarmó y le dexaron vivo, el qual ha quedado tan atemorizado desde entonces que, aun en el día, viendo a un soldado ynglés o portugués, huye despavorido y se esconde en qualquier rincón. Que toda aquella noche fue la más horrorosa que puede pintarse, así en casa del testigo como en todas las vecindades, en donde no se oían más que ayes, gritos, lamentos y tiros. Que, a la madrugada, les dixeron sus feroces huéspedes que tenían orden de atacar el castillo a las seis de la mañana y oyó trataban entre ellos de matar a todos los de la familia, diciendo que se hallaban con orden del General Castaños para pasar a todos a cuchillo y que, antes de subir al castillo, habían de poner en execución esta orden. Que, temeroso de la muerte, huyó a casa de un vecino, a donde llegó también su muger, y allí halló otras varias familias refugiadas al abrigo de un oficial y entre ellas muchos heridos y maltratados, y se mantuvieron en aquella casa hasta que se supo por el señor Alcalde Bengoechea que había libertad de salir fuera de la Plaza, como lo executaron, todos desarropados, en medio de un montón de familias que presentaban el espectáculo más triste y horroroso. Que, al mismo tiempo que se dio este trato tan cruel a los habitantes y vecinos, vio dar quartel a los franceses que fueron cogidos en su calle y tratarlos con la mayor humanidad, pues los vio pasearse con los brazos cruzados con los aliados, debiendo esperar mejor trato los vecinos por ser españoles y por haber tratado a los prisioneros yngleses y portugueses, que fueron cogidos en el primer asalto del veinte y cinco de julio, como a hermanos suios, pues así el Ayuntamiento como todos los particulares les dieron todo género de auxilios.
Al segundo, dixo que los muertos que recuerda son el Beneficiado Goycoechea, dos chocolateros, cuyos nombres no recuerda, doña Xaviera Artola, Jeanora, Vicente Oyanarte, Juan Navarro, don Martín Altuna, Pedro Cipitria, don José Miguel de Magra, que fue tirador de un balcón, la suegra de Echániz, una muchacha que fue pasada con dos balas por los pechos y otros muchos que fueron muertos y heridos, que no recuerda.(39)
Al tercero, dixo que no había fuego alguno en la Ciudad quando entraron los aliados ni algunas horas después que se retiraron los franceses al castillo ni se notó hasta el anochecer del treinta y uno, en que, desde la ventana de su casa vio que los aliados pusieron fuego por la tienda a la casa de la viuda de Echeverría o Soto con algunos mixtos, según la prontitud con que se esparció el fuego; que temió que desde ella pasarían a dar fuego a la del deponente, pero desde la de Soto pasaron a incendiar la de la esquina de enfrente, que es propia de don José María de Leizaur, cuya ynquilina, Bautista de Lecuona, ha muerto del susto.
Al quarto, dixo que se remite a lo que ha contextado al capítulo precedente, añadiendo, que, concluida la quema, de la calle Mayor, incendiaron las casas del Puyuelo y últimamente las de enfrente del muelle, ocupándose en esta operación artilleros yngleses, acompañados de portugueses y empleando mixtos.
Al quinto, dixo que nada sabe de su contenido.
Al sexto, dixo que los días succesivos al asalto, quanto a lo más que salvaban, algunos efectos de la Plaza, después de lograr entrar en ella con varias recomendaciones, eran robados, y, aun después de la, rendición del castillo y después de establecido el Magistrado, nadie podía registrar los escombros de su casa sin ser inquietado por las tropas aliadas, que robavan fierro, anclas, balcones y maderos, viniendo lanchas a cargar con frontales, de modo que, después de haber llegado la Guarnición Española y mediante las providencias tomadas por el General Español y los Alcaldes, se ha podido aplacar el robo, a los veinte y más días después de la rendición del castillo, pues los aliados, specialmente los yngleses, llevavan quanto les era útil, diciendo que todo era suyo.
Al séptimo, dixo que los franceses, desde que se retiraron al castillo, no tiraron bombas, granadas ni ningunos proyectiles incendiarios sobre el cuerpo de la Ciudad; que ni lo notó el testigo ni ninguna de las muchas personas que la noche del treinta y uno, en que ardían ya muchas casas de la Ciudad, se hallaba en los texados, huyendo del cruel trato que les daban los aliados especialmente las mugeres, que se valieron de este asilo y de los comunes por evitar la brutal lascivia de los soldados que, como bestias, se tiraban sobre ellas en las calles públicas sin distinción de edad; que tiene entendido que los mismos franceses, que desde el castillo veían el incendio y oyen los clamores y gritos de los, habitantes, estaban pasmados de esta conducta para con unos vecinos que aborrecían tanto a los franceses y esperaban con tanta ansia a los aliados, como a sus libertadores y amigos.
Al octavo, dixo que no ha visto, ni oído que ningún soldado aliado, haya sido castigado por los excesos cometidos en San Sebastián.
Al noveno, dixo que las casas que se han salvado del incendio serán corno unas quarenta, y casi todas forman una cera desde la casa de don Antonio Tastet hasta detrás de la Parroquia de San Vicente, a una con el Convento de San Telmo, y todas situadas pegantes y al piel del castillo.
Todo lo qual declaró por cierto baxo del juramento prestado y en ello se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de sesenta años; y en fe detodo yo, el Escribano, Yturbe.
José Manuel de Baracearte.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(37)José Manuel Beracearte Barguiarena, contrajo matrimonio con Casilda Barrau Orlei y Azcárate en la Basilica de Santa María el 30 de Noviembre de 1809. Fruto de esta unión nació Eugenio María Joaquín Antonio, que fue bautizado en el mismo templo el 6 de Septiembre de 1810. Murugarren afirma que tuvieron una hija nacida hacia 1810, pero creo que se refiere al mencionado Eugenio.
Falleció en 1831 a la edad de 75 años (MURUGARREN, L. Idem.).
(38)C/Puyuelo nº 61según el plano levantado por Ugartemendia de todos los propietarios de las casas, anteriores al incendio.
(39) Ver pie de pág. nº12.
Testigo 7:
Don Manuel Angel Yrarramendi (40), vecino de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del interrogatorio, declaró como sigue:
Al primero, dixo que de la ventana de su casa, número 299, vio que, a las dos de la tarde del día treinta y uno de Agosto, estaban defendiendo los franceses la entrada a la calle de Embeltrán y que el General Rey, desde la puerta de la casa de don Miguel Joaquín de Lardizabal les exhortaba y animaba a la defensa; que de allí a rato, derribaron los aliados la Barriquería y penetraron en dicha calle ,siguiendo a los franceses, hasta la otra esquina y entrada de la de San Gerónimo; que allí hicieron de seis a siete prisioneros franceses heridos que no podían correr; que el General Rey y la tropa francesa se dirigieron al castillo por dicha calle de SanGerónimo, en donde, si los hubieran perseguido los aliados, seguramente, antes de llegar a la mitad de la calle, hubieran hecho prisionero al General francés por la pesadez y torpeza con que caminaba; pero, lejos de hacerlo así, se contentaron con entrar en la primera calle por la parte de la Plaza vieja, que es la referida de Embeltrán, y comenzaron a derribar las puertas y tiendas de las casas; que el declarante se hallava en la suya, perteneciente al conde de Peñaflorida, donde entraron quince soldados, ocho yngleses y siete portugueses, a los cuales el declarante, lleno de gozo,salió a recibirles como a libertadores del yugo francés; pero, cuando esperaba iguales demostraciones de parte de ellos, se halló sorprendido con dos fusiles puestos en arma, y, apuntándole, le digeron «nosotros venimos aquí por dinero y no a otra cosa; ¡venga pronto! si no, te matamos». Y, habiéndole dicho que no tenía, le hicieron entrar en la primera habitación y rompiendo los baúles y demás piezas donde tenía sus efectos, se los robaron todos; que otros once volvieron luego que salieron aquellos llevaron al testigo a las habitaciones altas de la misma casa, sacudiéndole culatazos, rompieron en la quarta habitación dos baúles grandes, pertenecientes a don Xavier María Argaiz (41), de donde extrajeron muchas piezas de plata labrada y ropas de gran valor;
un sargento de cazadores portugués dixo a un soldado ynglés que aquella era casa rica que en ella debía haber mucho dinero, y, mirando al testigo, dixo: «este indigno lo tiene escondido; si no te dice dónde lo tiene, mátalo»; que en consequencia le agarró el ynglés y, sacándole a la escalera, le dixo que declarase dónde tenía escondido el dinero y, respondíole que no había dinero en casa, le disparó un tiro a quemarropa de modo que la bala le pasó por entre las piernas; que pudo libertarse de ellos, huyendo a la primera habitación, donde a la media hora volvieron a entrar otros cinco, de ellos tres yngleses y los portugueses que estubieron la primera vez; éstos igualmente comenzaron a hacer las mismas insinuaciones y amenazas; cogieron a la criada, Francisca Zubelzu y le arrancaron diez y siete duros que tenía; al declarante obligaron a entrar en un quarto donde había tres baúles, el uno verde, perteneciente a doña Xaviera de Munibe (42), rompieron y, quando vieron había alhajas de oro, un soldado le dijo, disparándole: «bueno, bueno, tú has escondido muchas cosas sin decir dónde están y también tienes el dinero guardado, venga pronto, y hasta tanto no sales de este sitio; que, en consequencia, se colocó haciendo guardia en la puerta; que los otros quatro, arrimando los fusiles a la pared, se echaron sobre las alhajas, viendo lo qual, el declarante dio un rempujón al soldado de la puerta y pudo escaparse; que le siguieron dos y, al tiempo que cogió la calle, le dispararon un tiro y la bala le pasó junto a la oreja derecha; que pudo entrar huyendo, en la casa número 297, que habitaba José Larrañaga, de oficio chocolatero, hombre bien acomodado, y los dos que siguieron al testigo tropezaron con Larrañaga y, después que le sacaron seis onzas de oro y el relox, le mataron, porque no daba más; que el declarante subió al texado y se mantuvo en él hasta las ocho de la noche, a cuya hora tiró una texa a una cocina contigua y, habiendo salido a las ventanas doña Casilda de Elizalde, mujer de sesenta y seis años, a su quien, compadecida, pudo facilitarle una escalera y subió a su habitación, donde, en compañía de ésta y de otra criada suia, de más de sesenta años, quienes le refirieron habían sido saqueadas completamente y, a eso de las diez, vinieron a refugiarse a la misma casa varias mozas huyendo de las suyas; que, a la una de la madrugada, llegaron tres portugueses, diciendo que no trahían otro objeto que el gozar a las muchachas, las quales, habiendo oído esto, se metieron en un
rincón de la alcoba muy disimulado, y, habiéndoles dicho que no había en aquella casa más que las dos viejas y el declarante, les quisieron matar, sacando a ese fin las bayonetas, a cuyo tiempo llegó otro que les disuadió, diciendo que aquella tarde habían robado quanta había en aquella casa, y, con tanto, se fueron; que a las tres, sintió el testigo unos espantosos gritos y chillidos de mugeres en la esquina de la calle de San Gerónimo y, habiéndose asomado a la ventana quando amaneció, vio a una moza amarrada a una barrica de dicha esquina, que estaba en cueros y toda ella ensangrentada, con una bayoneta que tenía atravesada, y metida por la misma oficina de la generación, y que varios yngleses estaban a su alrededor, espectáculo que le llenó de horror y espanto; que a las siete, volvió a salir a la ventana y no existía ya entonces el cadáver de dicha muchacha; que, habiendo visto en aquella hora a los dos señores Alcaldes y Regidor Armendariz, con quienes se incorporó, y, habiéndole dicho el Alcalde Bengoechea que ellos iban a tomar disposiciones para cortar el fuego y que el testigo fuese a consolar a su muger, que se hallaba donde estaba el General ynglés, llorando porque le creía muerto, pasó allí inmediatamente y vio que estaban almorzando los criados del General y habiéndole preguntado un sargento ynglés, que estaba allí y hablaba bien el castellano, qual era el motivo de su aflicción le contexto que ellos lo eran por el saqueo y demás atrocidades que estaban cometiendo, a lo que respondió el sargento que no tenía culpa la tropa, sino quien la autorizaba, a lo qual repuso el testigo que, si seguían ese sistema y conducta en España sería la sepultura de ellos, y con tanto cesó la conversación. Que, a las diez de la mañana, salió el testigo de la Ciudad con su familia y otras muchas personas, entre las que vio varias heridas, que no puede citar por no saber sus nombres y apellidos, y sólo recuerda de Juana Arsuaga (43), moza soltera de diez y siete años, que, herida en el brazo derecho por una bala de fusil que le disparó un ynglés, porque se escapó de casa guando vio que le querían matar a su padre.
Al segundo, dixo que los muertos que se acuerda son su tío don Domingo de Goycoechea, Beneficiado jubilado, fino español, pues le consta que todas las semanas celebraba una misa por la felicidad de los Exércitos Españoles y sus aliados; que este buen sacerdote, quando vio entrar a los aliados en las calles, salió lleno de gozo al balcón victoreando con un pañuelo y fue muerto de un tiro; doña, Xaviera de Artola, la criada de Lafont, José de Larrañaga, el criado de la Posada de San Juan, la suegra de Echaniz, José Jeanora y otros que no recuerda; que los heridos fueron don Juan Navarro y don Claudio Droville, un tal Petriarza, otro criado de la Posada de San Juan, Juana Arsuaga y otras muchas personas. (44)
Al tercero, dixo que los aliados dieron principio a batir en brecha a las diez de la mañana del veinte de julio y el veinte y dos se notó por primera vez fuego por la parte de la calle de San Lorenzo sin que pueda decir si provino de las granadas que disparaban los sitiadores o cómo succedió, pero sí que la Ciudad tomó varias providencias para cortar el incendio y se logró en medio de las balas y granadas que llovían la noche del veinte y siete, habiéndose quemado en aquel incendio sesenta casas en dicha calle de San Lorenzo, en la de Atocha, Narrica y San Juan; que desde el día veinte y siete de Julio hasta las siete de la tarde del treinta y uno de Agosto no hubo incendio ni fuego alguno en la Ciudad hasta las siete de la tarde de dicho día treinta y uno de Agosto, en cuyo tiempo se notó azia la calle Mayor, donde principió, según le aseguraron, por la casa de la viuda de Echeverria o Soto y, aunque él no lo vio, tiene entendido que los aliados fueron los que incendiaron la Ciudad.
Al quarto, dixo que no vio dar fuego a casa, alguna.
Al quinto, dixo que tiene oído que el carpintero José Ygnacio de Vidaurre y otros fueron llamados por el Ayuntamiento el primero de Septiembre para cortar el fuego y, habiendo, solicitado éstos escolta, se les proporcionó y con ella pasaron a las ocho de la mañana a trabajar en apagar el fuego de la casa de don Pedro Queheille (45), pero se vieron en la precisión de abandonar y de huir por quanto los soldados que llevavan de escolta les pidieron dinero y maltrataron.
Al sexto, dixo que, quando salió el día primero doña Bernarda de Goycoechea, muger del testigo, el primero de Septiembre, con otras muchísimas personas, los soldados de la Guardia de la Puerta de tierra le arrancaron una sortija de diamante que llevava puesta en el dedo, única alhaja que pudo salvar hasta entonces; que igualmente, a los tres, quatro y posteriores días, los aliados cometían robos a la salida de la Ciudad y fuera de ella.
Al séptimo, dixo que, con motivo de haber estado, en el texado hasta las ocho de la noche del treinta y uno de Agosto, huyendo de las tropelías que experimentó y temeroso de la muerte, puede asegurar que los franceses no tiraron sobre la Ciudad ninguna bomba ni granada desde que se retiraron al castillo hasta que dexó el testigo el texado, ni notó ni ha oído que hubiesen tirado después.
Al octavo, dixo que no ha visto ni oído el que a ninguno aliado se haya castigado en San Sebastián por los excesos cometidos; que lo único que tiene entendido es que, habiendo ido a saquear a los tres o quatro días después del asalto unos marineros yngleses de los transportes, surtos en el Pasage, fueron arrestados.
Al noveno, dixo que las casas que se han salvado del incendio serán de quarenta a cincuenta y las más situadas en el extremo de la Ciudad y al pie del castillo.
Es quanto sabe baxo del juramento prestado, en que se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, asegurando ser de edad de cincuenta años, poco más o menos, y en fe de todo yo, firmé, el Escribano, Yturbe.
Manuel Angel de Yrarramendi.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(40)Bautizado en la Parroquia de San Vicente el 5 de Julio de 1795. Sus padres fueron Ygnacio Joaquín Yrarramendi Uzcaga y María Bentura Plauden Apaiztegui. Tvo seis hijos fruto de su matrimonio con Bernarda Goicoechea Zubiri el 8 de Septiembre de 1788, celebrandose la ceremonia en la misma Parroquia.
Fue regidor en 1814 y regidor jurado en 1815. Murio el año 1836 en estado de viudedad.
Murugarren dice en su trabajo titulado 1813 San Sebastián incendiada por Británicos y Portugueses, que era propietario de la casa nº474 de la C/Embeltran, pero en el plano de Ugartemendía aparece este solar a nombre de Juana Olaizola. En su testimonio menciona que su vivienda era propiedad del Conde de Peñaflorida, por lo que seguramente se trate del solar colindante nº 473.
(41)Xavier María Argaiz Aranguren, natural de Pamplona-Iruña, y se había casado con Javiera Munibe Aranguren, natural de Vergara-Bergara, el 29 de Enero de 1806 en la Parroquia de la Inmaculada Concepción de Mendaro – Garagartza.
(42) Esposa del declarante.
(43)Existe una partida de bautismo de la Basílica de Santa María del 7 de Enero de 1799 a favor de Juana Arsuaga, hija de Tomás Arsuaga Olarán y de María Gertrudis Oyarzabal Lisarsaburu. De ser esta, tendría 14 años de edad.
(44) Ver pie de pág. nº12.
(45)La principal casa propiedad de D. Pedro Queheille es la que actual nº 28 de la calle 31 de Agosto, antigua calle Trinidad, una de las pocas superviviente, pero leyendo la declaración del testigo, esta da a entender que el fuego de la casa no pudo ser apagado. Por eso me decanto por otra casa con varios propietarios, uno de los cuales era D. Pedro Queheille, situada en la calle San Juan nº 191 del plano levantado por Ugartemendia.
Testigo 8:
Don José Ramón de Echanique (46), Presbítero Beneficiado de las Parroquias unidas de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor delinterrogatorio, declaró como sigue:
Al primero, dixo que se halló dentro de la Plaza durante el sitio en compañía de su señor padre septuagenario, hasta las once del día inmediato del asalto, y, por tanto, sabe que, a cosa de las once del día treinta y uno de Agosto, se rompió el fuego Y, serían como las dos de la tarde, quando la primera vez vio, por una de las ventanas de su casa, que dos granaderos ingleses corrían por la calle en seguimiento de los enemigos, que a toda prisa, se retiraban al castillo; entonces fue quando lleno del mayor contento, le dixo a su señor padre: «ya se ha vencido el punto, nuestros aliados se hallan ya dentro»; mas duraron poco tiempo el contento y alegría, viendo pues que, al paso que iban entrando en la calle, comenzaban a disparar a las puertas, balcones y ventanas de las casas, mandó a su sirvienta que abriese las puertas de la calle, pues que acaso querían reconocer las casas, revelosos de que en ellas se habrían escondido algunos de los enemigos, quedándose él en las puertas de su habitación para recibirlos y ofrecerles quanto prestaba la casa, como en efecto lo hizo con el que primero se le presentó; mas éste, puesto el fusil en el disparador, dirigiéndose a su pecho y dándole un empujón, le
respondió: “saca dinero, muchas, muchas onzas; si no te mato”. A quien, porque le dexase con vida, tubo que darle en una bolsa como unos quatrocientos cincuenta reales vellón, no quedándosele satisfecho con la plata hasta que vio el oro; por último, viendo que se iba y, queriendo el declarante guardar algunos reales, algún relox y lo mejor que tenía, al pasar con éstos por el tránsito, se le presentó segunda vez mismo con otros quatro compañeros más, haciendo las mismas pretensiones, y, puesto en un rincón, entre dos paredes, con el fusil preparado y dirigiéndole al pecho, le despojó de quanto tenía, hasta de los pañuelos de faltriquera; aquí fue quando, como fieras, se tiraron sobre quatro o cinco mugeres que se habían refugiado al amparo de ellos, despojándolas primero hasta de los pendientes que llevavan y demás adrezos (sic), tirándolas a los pies arrastrándolas por el suelo, porque se negaban a sus iniquas pretensiones; satisfechos de que, fatigadas las miserables y rendidas de aquel tan inhumano, cruel y bárbaro tratamiento, desahogarían con ellos sus brutales apetitos. Creyendo el declarante que serían más perseguidos y estarían más expuestos entre las sombras y soledad de la casa con aquel continuo entrar y salir de los saqueadores que saliendo al público, fue a decirle a su padre, que se halla escondido, le parecía más acertado el que todos baxasen a la calle y estar todos en reunión, reciviendo a los que pretendían entrar en la casa, añadiéndole que, si le hallaban escondido, acaso mismo le quitarían la vida; en efecto, baxaron todos y, viendo el declarante que se estava un señor oficial con el sable en las manos arrimado a su casa, esperando hallar en él alguna protección, saludándole primero, le dio la enhorabuena y en seguido empezó a referirle lo que le acabava de suceder con quatro o cinco granaderos yngleses, señalando con la mano; mas este señor que, según después averiguó, era no menos que un coronel, con un aspecto y un mirar serio, le respondió: “Vms. se han compuesto y entendido muy bien con los franceses”. “Vms, dicen que el francés es malo, pero el inglés mucho peor; pues que lo prueven ahora al ynglés”. Con tanto, volvió las espaldas, dejándoles más desconsolados que antes; viendo también que, aun aquí y en presencia de los oficiales, no se miravan seguros, se metió el declarante a un zaguán, donde había varios que habían sido prisioneros y a quienes socorrió durante su prisión (como también los demás habitantes) con camisas, camas, ropa, comida y limosna, si al amparo de éstos podía defenderse, pero todo en vano, porque aun aquí, cargando el fusil en su presencia, quiso uno dispararle, porque no tenía dinero, ni cosa alguna que darle. Y, diciéndole otro que más le valdría meterse en su casa y esconderse, empezó a andar y, a pocos pasos, halla que le iban a buscar, diciendo que a su padre, después que le despojaron los unos de todo, los otros le tenían puesto de rodillas en el mismo punto de tirarle, pero en esto quiso la divina providencia que a los lloros de las mugeres acudiese un oficial a socorrerle y sacarle de baxo del furor de aquellos bárbaros. Ya no le quedaba al declarante otro recurso que el de subirse al texado, como en la realidad lo hizo, permaneciendo en él arrimado a la chimenea el resto de la tarde, la mayor parte de la noche, casi sin ropa, reciviendo las muchas aguas que caían; desde donde oía los continuos, tristes y lastimosos ayes de toda clase de gentes, pero en especial de las mugeres, tanto en las calles como en las casas, no considerándose nadie seguro en parage alguno, saltando muchísimos y corriendo de tejado en tejado, así aquella tarde como a la noche y la mañana inmediata, hasta su salida, que le parecía que cada momento se aumentaba el desorden; y, por fin, salió a las once de la mañana del día primero en medio de un montón, de familias, todas maltratadas y muchas heridas.
Al segundo, dixo que los muertos que han llegado a su noticia y conoce de hombres son diez, entre ellos el venerable ochentón Domingo de Goycoechea, Presbítero Beneficiado, heridos fueron muchos, de mugeres muertas conoce a tres, pero heridas y muy estropeadas muchísimas.(47)
Al tercero, dixo que, quando entraron los aliados el treinta y uno de Agosto, no había fuego en la Ciudad, el qual se descubrió al tiempo de las Avemarías de dicha tarde en casa de la viuda de Echeverria o Soto, en las quatro esquinas de la calle Mayor; no se notó que lo hubiesen causado los enemigos, que se, hallaban retirados en el castillo horas antes.
Al quarto, dixo que el día primero de Septiembre, a cosa de las tres y media de la mañana, vio que varios soldados de los aliados, después que rompieron con un acha la puerta de la calle por estar cerrada, entraron en la casa inmediata a la del señor Alcalde actual Michelena (48) y pegaron fuego a la sala de la tercera habitación; en seguridad bailaron a la luz de la llama y no salieron de dicha casa hasta que tomó bastante fuerza el fuego; que no puede decir de qué combustible usaron sólo si que el humo que salía de la sala era denso y de color de azufre obscuro, y añade que vio decir así a los soldados, como a algún oficial, que fueron hechos prisioneros por los franceses en la mañana del día de Santiago y los inmediatos, que tenían orden del señor Castaños para reducir a cenizas la Ciudad y pasar a cuchillo a todos los habitantes, lo que prueva en concepto del testigo las voces e intenciones que había en la tropa desde Julio.
Al quinto, dixo que ignora su contenido.
Al sexto, dixo haber visto al tiempo de su salida, a las once del día primero de Septiembre, que los soldados en las puertas de la Plaza, y aun fuera de ella, quitaron a varias mugeres la poca ropa que habían salvado y llevavan consigo, pretendiendo arrancarlas hasta los pañuelos que llevavan en la cabeza y con que cubrían los pechos.
Al séptimo, dixo que no vio ni oyó que los franceses tirasen, sobre la Ciudad bomba, granada ni otra cosa incendiaria, sino bala de fusil desde que se retiraron al castillo.
Al octavo, dixo que no ha visto ni ha oído decir que haya sido castigado ningún yndividuo de las tropas aliadas por los excesos cometidos en la Plaza de San Sebastián.
Al noveno, dixo que las casas que se han liberado del incendio serán como unas quarenta, poco más o menos, y las más se hallan situadas en el extremo de la Ciudad y a la raíz del Castillo.
Todo lo qual declaró que es cierto baxo del juramento prestado, en que se afirmó, ratificó y firmó después de su merced, manifestando ser de edad de treinta y seis años, y en fe de todo, yo el Escribano Yturbe.
José Ramón de Echanique.
Ante mí, José Elías de Legarda.
(46)Sus padres fueron José Francisco y Juana de Rezábal. Vivía en la C/Mayor nº547 (Murugarren, L. 1813 San Sebastián Incendiada por Británicos y Portugueses). Hijo del testigo nº 20.
(47) Ver pie de pág. nº12.
(48)Hay dos casas a nombre de Pedro Michelena en el plano de Ugartemendia, una en C/Narrica nº 456 y la otra en la C/Puyuelo nº 299.
Testigo 9:
Don Miguel de Arregui (49), vecino de esta Ciudad, testigo presentado y jurado, siendo examinado al tenor del inventario, declaró como sigue:
Al primero, dixo que se halló dentro de la Plaza durante el sitio y que vio el treinta y uno de Agosto último entraron las tropas aliadas a eso de las dos de la tarde y las que vio el testigo desde su casa (50) penetraron por la calle de San Lorenzo, a cuyo frente estaba la brecha, hasta la de Esterlines y notó que, dexando de perseguir a los franceses que huían precipitadamente, se dispersaron a saquear las casas, habiendo sido saqueada la del declarante varias veces aquella tarde por diferentes partidas de soldados, y, habiendo visto en peligro su vida muchas veces con el fusil al pecho, porque no daba, dinero, a pesar de que en plata y en varias porciones dio a diferentes soldados hasta dos mil reales que tenía a mano con ese fin, pero nada bastó para aplacar su furia; que a la noche aumentó extraordinariamente el desorden y se emborracharon los soldados en términos que opine el declarante que, si los franceses se hubiesen baxado del castillo, los hubieran pasado a cuchillo como lo notó en quatro soldados yngleses, asistentes de un capitán que se alojó en su casa, los quales se embriagaron completamente y quisieron forzar a varias muchachas que se refugiaron a casa del testigo por igual causa, y lo hubieran conseguido a no haber subido, a los gritos, tres oficiales portugueses, que hicieron retirarse a dichos soldados; que en aquella noche no se oían más que ayes y lamentos de mugeres que eran violadas, y que la mañana siguiente, primero de Septiembre, viendo que seguía el mismo desorden y desenfreno, resolvió salir de la Ciudad, como lo hizo a las dos de la tarde, tan despavorido que ni cuidó de su muger e hijo que salieron sin duda después.