Vida y Asedios de una pequeña gran ciudad
EL DEFENSOR DEL AYUNTAMIENTO
SAN SEBASTIÁN 1936
Podemos dar rienda suelta a nuestra poderosa imaginación, compartir el mismo miedo, muchos años después, que el sufrido por un joven soldado del Cuartel de Loyola, que participó en la defensa del Gran Casino de San Sebastián, actual Ayuntamiento donostiarra, contra el asalto de las fuerzas que defendían al Gobierno de la República.
Don Luis Mari Florez Arabaolaza se puso en contacto conmigo, y me facilitó amablemente copia de un artículo aparecido en la revista "Historia y Vida", Extra nº 4, del año 1975, en el que uno de los protagonistas de este suceso, de la historia donostiarra, nos narra lo que vivió. Sus miedos. La confusión total... y el terror.
En un primer momento pensé solamente mencionar algunas partes del artículo en mi trabajo ya mencionado, para completarlo y enriquecerlo, pero la lectura que hice del texto, y las sensaciones que experimenté en el transcurso de la misma, me obligan a transcribirla textualmente, para compartirla con todos vosotros.
Que mejor que "escuchar" al protagonista en persona:
EL GRAN CASINO DE SAN SEBASTIÁN
Por Fernando Rodríguez Llorens
Entrar de guardia el 18 de julio de 1936 no fue un "enchufe" para ningún soldado de España: Los rumores - el "macutazo" - hacían correr todas las versiones imaginables sobre los acontecimientos que estaban sucediendo en el país. En el cuartel del Tercer Regimiento de Artillería Pesada, del Cuartel de Loyola, en San Sebastián, había orden de acuartelamiento. El autor de este relato, cabo-puertas aquél día, explica su peripecia durante aquella y las sucesivas cruciales jornadas de julio, en las que la vida podía depender de las más extrañas casualidades.
A las cuatro de la tarde del 22 de julio de 1936, en el Gran Casino de San Sebastián, se procedía al fusilamiento de veintiún hombres.
Relatar este hecho parcial, en una contienda donde perecieron tantísimos, parece que no tiene importancia, pero verán ustedes como la tiene.
Una hilera de veintiún hombres. En un extremo se situaba un grupo formado por un sargento y cuatro números de la Guardia Civil, quince artilleros del 3º Pesado, con guarnición en Loyola (barrio próximo a San Sebastián) y por último un cabo de artillería.
Ahora verán porqué la cosa tenía importancia para mí: El cabo era yo. Seguramente estábamos distribuidos así, porque nos habían dicho que nos alineáramos. Entonces no sabíamos, ni mucho menos, que era para fusilarnos, porque se puede decir que no sabíamos lo que pasaba con certeza. Lo cierto es que nos dimos cuenta de que nos iban a fusilar, por lo menos yo, cuando nos quedaban unos treinta segundos de vida. ¿Las veces que he pensado en aquellos terribles momentos!
Estaba de voluntario en Loyola, donde se había sentado plaza, el 1º de noviembre de 1934; ascendí a cabo el 1º de mayo de 1935 y como el nivel cultural de los suboficiales y clases de tropa era más bien escaso, me pude poner con bastante facilidad entre los mejores cabos del regimiento.
Entré de guardia el 18 de julio de 1936 como cabo de puertas, y la primera orden que me dio el oficial de guardia fue que - ya que había acuartelamiento - no dejase entrar ni salir a nadie del cuartel - de capitanes para abajo - sin que lo autorizase el capitán de guardia.
Pronto se rumoreó que se había levantado el Ejército de África, pero puedo asegurar que no había demasiada expectación por las noticias, pues se aseguraba que el Gobierno controlaba casi todo el territorio peninsular, y la sublevación sería rápidamente sofocada. ¿Qué equivocadas eran esas noticias!
El domingo 19 salí de guardia, y pasé en el cuartel toda la mañana. No ocurrió nada digno de mención, como no fuera que continuaba el acuartelamiento y las posibilidades de salir del cuartel eran nulas.
Octavillas desde un avión
¿Pensábamos en permisos y fines de semana! Comimos y, al salir del comedor, pasó volando sobre los cuarteles una avioneta que lanzaba octavillas, que decían más o menos "El Ejército, para poner fin a la caótica situación política, se ha alzado en armas y victoriosamente está ocupando todo el territorio nacional. Vuestro general MOLA". Seguramente era más amplia, induciendo a la sublevación a los que, como los cuarteles de Loyola, parece se habían declarado neutrales. ¿Fatal neutralidad para casi todos los que dependíamos de los cuarteles!.
Inmediatamente después del episodio de las octavillas me llamó el teniente Pérez, que a la sazón mandaba la sexta batería (la mía), para pedirme que con cuatro artilleros fuese a la Comandancia Militar... dentro de la camioneta de provisiones, único vehículo del ejército que el gobernador civil de San Sebastián permitía circular. Lo hacían así para reforzar la Comandancia Militar, ante la posibilidad de un asalto por parte de las milicias que parecía ya se estaban formando. Creo que hacia las tres de la tarde ya estábamos en la Comandancia.
El lunes y el martes nosotros no asomamos la cabeza, pero habían ido llegando otros pequeños contingentes de fuerzas. Las personas que estábamos en la Comandancia la noche del día 21 debíamos ser aproximadamente unas doscientas.
"Parece" que una columna del Gobierno había salido para Eibar a armarse y luego tenía como objetivo ir a Pamplona y reprimir la sublevación.
"Se decía" que dejaban San Sebastián, porque Carrasco, coronel del Regimiento de Artillería y gobernador militar había dado palabra de neutralidad.
"Se rumoreaba"... y así mil bulos y verdades, recorriendo las dependencias de la Comandancia.
Lo verdadero es que nuestros jefes no se habían pronunciado en ningún sentido, ni nos habían dado información alguna por parca que fuese. Puedo asegurar que la noche del 21 de julio, en la Comandancia no sabíamos (a nivel de tropa) en qué bando nos encontrábamos, aunque nos figurábamos que estábamos con los militares.
De pronto, supongo que a las tres de la madrugada del día 22, se me dio un trípode de ametralladora "Hotchkiss" y en unión de tres o cuatro guardias civiles, que llevaban el resto de la ametralladora y munición, entramos en el Casino por la parte trasera, pues parece (siempre el "parece") que se había tomado la decisión de ocupar el Casino, ya que la Comandancia, por sí sola, era indefendible.
Lo que no sabíamos era que, aprovechando que las fuerzas del Gobierno había ido a Eibar, los cuarteles de Loyola se habían sublevado el día anterior, le habían quitado el mando a Carrasco, y lo había tomado el teniente coronel de ingenieros, Vallespir (sic). Después había salido una columna para ocupar San Sebastián, pero un puñado de socialistas, que no habían ido a Eibar por viejos, había parado la columna en la calle Urbieta, seguramente cerca de Amara, haciéndola retroceder: Unos hacia Loyola y otros hacia el Hotel María Cristina donde se refugiaron, ya que no pudieron establecer contacto con nosotros.
A nivel de tropa, repito, no se sabía nada de todo esto en la Comandancia. Amanecí el día 22, en el Casino, junto a unas tres docenas de personas, más o menos, mandados por un señor vestido de negro (de paisano), que toda la mañana estuvo tintineando unos duros de plata en el bolsillo, paseando nerviosamente a todo lo largo del Casino.
Todo estaba en calma, nos reunió y nos dijo que era comandante de Regulares, no sé si en activo o retirado. Nos dijo que oficialmente él era un valiente, pues había estado en bastantes batallas en África y tenía algunas condecoraciones o cruces. Era el comandante Manso de Zúñiga y nos añadió que no se extrañaba de que alguno de nosotros tuviera miedo, pues él también lo tenía, ya que a ser valiente no se acostumbra nadie. Tampoco este señor habló de lo que pasaba.
Vino más gente al Casino, y a eso de las tres de la tarde, después de tres días sin dormir, se armó un tiroteo tremendo, que con enorme estrépito rompía los cristales del Casino y producía en todos los que estábamos dentro una gran confusión.
Habían destinado a uno para servir la ametralladora, pero desapareció. Entonces, como yo sabía algo acerca del funcionamiento de las ametralladoras, sobre todo de la "Hotchkiss", me dispuse a abrir fuego por una de las ventanas que daban al boulevard; pero un artillero que tenía que ponerme las cargas en la ametralladora me dijo que se habían escapado todos y que estábamos solos, él y yo.
Decidimos antes de tirar, hacer un compás de espera, y de momento nos refugiamos en los aseos del Casino. Por una ventana tipo tronera vimos que se acercaban guardias civiles arrastrándose de árbol en árbol.
Si antes desde el puesto de la ametralladora podía haber hecho una escabechina, desde el puesto que ocupaba podía también haber hecho algunas bajas a los asaltantes, todavía más impunemente. Pero si antes yo no tiré porque mi compañero me convenció para no hacerlo, ahora él no tiró porque yo no le dejé. Las palabras que me dijo fueron terribles... "Como son guardias civiles me gustaría cargarme alguno".
Ante un improvisado pelotón de fusilamiento.
Aunque yo no era muy aficionado a la Institución, no era un asesino y en esas circunstancias el disparar lo consideré un asesinato.
¿Cuánto tiempo duró el estruendo? No creo que fuese más de media hora. Después se hizo un silencio de muerte... Ni siquiera sabíamos quien estaba en el primer piso. ¿Estaban los asaltantes o los asaltados? Decidimos subir en seguida y tuvimos que poner los brazos en alto, pues nos encañonaban media docena de milicianos. Personalmente, al levantar los brazos levanté también el mosquetón y un miliciano aseguraba que le había querido disparar antes de rendirme, pero en realidad no hacían falta alegatos, pues daba la impresión de que ya se había decidido fusilarnos.
Ya estábamos alineados los veintiuno. Nos habíamos colocado en aquella postura un tanto inconscientemente, como esperando a ver qué iban a hacer con nosotros. Pronto nos dimos cuenta que aquello iba en serio y que preparaban las armas para acabar con nosotros.
Creía que estaba soñando cuando llegó el comandante de la Guardia Civil, blandiendo una mano en la que se veía un dedo vendado y sangrante, y se encaró con el que había dirigido el asalto y ahora dirigía la ejecución.
- ¿Qué vais a hacer? - preguntó.
- Fusilarlos.
- Hemos perdido ocho hombres en el asalto y lo tienen que pagar.
- Si a estos hombres se les hace el menor daño me retiro con mis fuerzas.
Esto último lo dijo el comandante, acompañando la acción a las palabras y dirigiéndose a la salida.
-¡Escuche! -le llamó el jefe de los milicianos- ¿Qué se puede hacer?
El comandante Ezcurra se dio cuenta que nos había salvado y dirigiéndose a donde yo estaba dijo:
- ¡A ver, cuatro! Y que vayan detrás seis milicianos- posiblemente entre ellos algún guardia civil - . Registrad las dependencias altas y si hay resistencia, liquidarlos.
Nosotros cuatro, con las manos en alto y diciendo "¡Entregaos, estamos perdidos!", fuimos recorriendo todas las dependencias altas y al bajar encontramos tendido y muerto al comandante Manso de Zúñiga. ¿Había muerto en combate o le habían pegado cuatro tiros? Esta cuestión no la he llegado a saber.
Nos volvieron a reagrupar a todos y nos condujeron a la Diputación, sufriendo por el camino las iras del populacho. Alguno recibió algún puñetazo, pero esto era lo de menos; justo, justo, habíamos salvado la vida.
Sólo puedo añadir que el haberla salvado entonces, el año 39 casi me costó volverla a perder, y probablemente sin la intervención de Ezcurra, ahora en San Sebastián tendría una calle con mi nombre y otra en Irún, de donde soy hijo; mis padres hubieran tenido un héroe...; así se escribe la Historia y éstas son sus vicisitudes.
Una vez terminada la refriega, tenemos también el testimonio de un comunista que estuvo en el lado contrario. Se trata del testimonio de Mateo Balbuena, que se había unido a una columna formada en Bilbao para apoyar a los donostiarras. Había llegado a nuestra capital el día 22.
“Precisamente en el casino hicimos noche. Dormimos allí, al lado de cadáveres de ellos y cadáveres de soldados. Estaban sueltos, caídos en las posiciones que ocupaban; ahí habían quedado”, señala Balbuena.
El Gran Casino había sido conquistado, pero la defensa de los que ocupaban en Hotel María Cristina duró hasta el día 23.
“En una de las salidas al descubierto con otros, me tumbé para poder mirar mejor y tirar. Estábamos batidos por una ametralladora, pero sobre todo por fusiles. El combate era, digamos, a ciegas, porque, pese a estar a unos veinte metros, se veía muy difícilmente”.
Al no poder entrar se dispuso la entrada en acción de un camión que había sido improvisadamente blindado.
“Y hubo un intento por parte nuestra: una camioneta en forma de blindado había aparecido por allí y enseguida se llenó de gente: a embestir el hotel… Se acercó a las ventanas, pero allí quedó destrozado, y los otros muertos al lado… ¡Y yo que estuve por entrar! ¡Pero no pude por los empujones! Por el entusiasmo de los voluntarios”.
Tras este momento, los asaltantes entran en el edificio:
“Y entonces es cuando ya entramos allí; instintivamente, o no sé si alguien da la orden, y ya con ímpetu a invadir el hotel. La entrada fue caótica. Al entrar me encuentro con un señor ya de edad, que va tapado, y otro que le arropa; que el otro no sé si iba vestido de militar… Me encaro: ¡Usted!. Y el otro me dice: Es uno de ustedes, que va herido. Y al decir esto, pues le dejé… Que a mí me extrañó aquello… Y luego resulta que era un jefe militar. Claro, ¡camuflado!”.
Este último testimonio está recogido en http://ahaztuak1936-1977.blogspot.com.es/2011/09/la-batalla-de-donostia.html
Menos mal que esos tiempos han pasado. Esperemos que nunca más vuelvan, y que nuestros hijos, y los hijos de estos, puedan vivir en paz, y jamás experimentar miedos por culpa de la radicalidad y la sinrazón.
Fdo. José María Leclercq Sáiz